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Duerme en paz Iztaccíhuatl:
nunca los tiempos borrarán
los perfiles de tu casta expresión.
Vela en paz Popocatépetl:
nunca los huracanes apagarán tu antorcha,
eterna como el amor...
José Santos Chocano
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Me encontraba en el cuello, un mágico collado a 4,900 msnm, en la zona norte del Iztaccíhuatl. Frente a mi se alzaba en toda su belleza la “Arista de la luz”. Era mi primera experiencia en alta montaña, hace más de 40 años, en el verano de 1973. Esas impresiones se han mantenido vivas después de tanto tiempo. La arista subía haciéndose cada vez más vertical hasta perderse en el interior de la nube que cubría la cima. Las lisas pendientes que bajaban a uno y otro lado de la ruta terminaban en unas grandes rocas en el lado oriental, y con unas visibles gritas en el lado occidental. En la parte central de la arista estaba ascendiendo una cordada de dos alpinistas, lo que a mis ojos proporcionaba mayor grandeza, inclinación y sobrecogedora peligrosidad de esa ruta. Además del frío y el viento sentí miedo, dudé por unos minutos en seguir adelante; sin embargo, después de encordarme con Carlos, y con el miedo a cuestas, comenzamos la ascensión. Solamente una hora de esfuerzo y cuidado nos separaban de la cumbre. Para mi sorpresa, el paso más peligroso no era la arista, que tenía una amenazadora cornisa hacia el oriente, sino el último glaciar antes de llegar a la cima, un tramo más vertical y con nieve más dura, con algunas gritas que había que bordear a uno u otro lado antes de dar los últimos pasos hacia la cima. Me llamó la atención, en el interior de una de ellas, un guante de lana que formaba parte de una estalactita de hielo, como si se tratara de un aparador, aquel guante perdido quién sabe cuándo, ahora lucía como un pequeño trofeo de la montaña.
La alegría de mi primera cima conquistada por encima de los cinco mil metros fue indescriptible. El temor se me había pasado por completo. Cordialmente compartimos felicitaciones con la pareja de alpinistas franceses que se encontraban en la cumbre. Recorrimos las hondonadas que conformaran la cima, hasta apreciar entre las nubes que subían la «Arista del Sol», la ruta que también llega a la cima del Iztaccíhuatl por el sur. Mientras caminaba por la cima revestido de mi indumentaria de alpinista, me sentía como en una ceremonia de bienvenida a una nueva forma de vida. Siempre me ha fascinado en tintineo de las clavijas, el sonido que produce la cuerda al deslizarse, el crujido de la nieve al hundirse los crampones, las inconfundibles quemaduras del reflejo del sol en la nieve, por las que adquirí el sobrenombre de “mapache”. Bajamos por la Arista de la luz, un poco más reblandecida. Aún tuvimos que sacar toda la resistencia que había en nosotros para poder llegar al pueblo de San Rafael en las faldas de la montaña: unas cinco horas más, andando, con la mochila al hombro. El cansancio, la sed y el hambre que sentí durante el descenso, y en muchas otras ocasiones similares, me hacían disfrutar de forma distinta cuando estaba en mis ocupaciones ordinarias de cosas tan simples como un vaso de agua, un sillón cómodo o un plato de comida. Entonces mi imaginación se iba a los paisajes que había disfrutado y al recuerdo de ese cansancio.
Efectivamente, aquella ascensión supuso para mi un cambio de vida, uno de los mas significativos y trascendentes que han ocurrido en mi existencia: me apasioné por las montañas, y a través de ellas muchas cosas ocuparon un mejor sitio en mi existencia. No se trataba de un nuevo hobby sino de una nueva forma de pensar, de relacionarme con los demás, de afrontar las tareas habituales...
Recuerdo muchos detalles de esa primera ascensión. El día anterior, a media mañana, Carlos, Octavio y yo llegamos al pueblo maderero de San Rafael, que en aquel entonces albergaba una de las fabricas de papel más importantes del país. Como era probable que lloviera y que nos encontráramos con mucha nieve, a la vieja usanza compramos manteca para untar un poco en las botas, para evitar que se filtrara humedad a nuestros pies. Acordamos con un lugareño que nos llevara en su Jeep a «Llano alto», un apacible valle en medio de un bosque de coníferas, oyameles y encinos como los que hay en toda la región de los volcanes. Desde ese valle tomamos una vereda que asciende rodeando las faldas del Téyotl. Solamente se escuchaba el viento, nuestras pisadas y la labor de un pájaro carpintero en algún árbol de la zona.
Más arriba, a los 3,600 msnm el bosque termina e inicia una cuenca. Desde ese sitio el panorama se abre en diversas direcciones a uno de los paisajes más hermosos de nuestras montañas mexicanas. A un costado se alza imponente el macizo de «La cabeza», que llega a una altura de 5,146 metros, con sus célebres paredes de roca «Las inescalables». Y más hacia el sur puede observarse «El pecho», la cima más alta del Iztaccíhuatl, con sus 5,230 metros de altura y sus paredes de seracs en forma de contrafuerte. A menor altura, unos grandes promontorios rocosos: el «Solitario» y los «Yautepemes» se alzan en toda su belleza. Por el lado este se encuentra el Téyotl (4,660m), con sus paredes y rampas de piedra y arena. A nuestras espaldas, en las cotas inferiores se extiende el bosque y sus cañadas, hasta confundirse en el horizonte con otras dos grandes montañas: el Telapón y el Tláloc. Todas esas vistas, en la soledad de aquel lugar, me otorgaron una suerte de intuición sobre el significado profundo del montañismo y me invitaban a soñar con futuras excursiones.
Pies del Iztaccíhuatl Fuente: El despertador panamericano (blog) |
En la base del Téyotl se encuentra el refugio que lleva su nombre. Llegamos a ese albergue un poco antes de la puesta del sol. A Octavio le dolía la cabeza por lo que decidimos pasar la noche ahí, en lugar de seguir al refugio «Glaciares orientales» que se encuentra en la base del glaciar que conduce al cuello. Solamente había otro grupo de 4 escaladores que subirían al día siguiente a alguna de las rutas de la cabeza. Como suele ocurrir en los volcanes mexicanos, cuando no hay mal tiempo, las nubes que cubren las partes altas de las montañas descienden por la noche hasta dejar un cielo limpio. Esa noche, con una luna menguante que iluminaba tenuemente las paredes del Téyotl, se podía observar el cielo estrellado.
Nos levantamos un poco antes de las 4 de la mañana para preparar nuestro equipo y comenzar a subir. La ruta que une a los dos refugios es una larga morrena de rocas de muy diversos tamaños, muchas de ellas que se mueven con el peso de las pisadas, otras más grandes e inamovibles. A esa hora había escarcha, como un paisaje lunar, el ruido de nuestras pisadas y las tenues luces de nuestras linternas acompañaban el ritmo de nuestro andar. A veces, el movimiento brusco de una luz mostraba la pérdida momentánea del equilibrio en alguno de nosotros. Me sorprendía caminar justo debajo de dos grandes cimas nevadas, sus siluetas podían observarse en medio del cielo estrellado. Al llegar al albergue Glaciares orientales buscamos una buena roca donde comer un poco y colocarnos los crampones, comenzaba a amanecer. Octavio decidió no seguir adelante pues sus molestias físicas habían aumentado. Descansaría un poco en el refugio y esperaría a que hubiera más luz para regresar a donde habíamos pasado la noche, ahí nos esperaría.
Aristas en la vertiente sur del Iztaccíhuatl. Fuente: summitpost.org |
La rampa de nieve dura que conduce al cuello fue un buen terreno de aprendizaje para usar el equipo de alta montaña: cómo apoyarse con el piolet, pero también cómo usarlo para detenerse en caso de caída. La forma zigzagueante de subir una cuesta empinada, el uso adecuado de los crampones, la precaución y maniobrabilidad de los guantes y los goggles. Llegamos al cuello y siguió la ascensión por la Arista de la luz que he narrado. Esa fue mi primera experiencia de algo que muy pronto se convirtió en pasión.
El Iztaccíhuatl desde el lado oriental Fuente: Actualités voyages |
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Nieves y rocas,
sombras y luces,
serenidad y riesgos.
Montaña que mata, pero también,
antes que nada y sobre todo,
montaña de vida,
erguida, inmutable en pleno cielo,
surgida del centro de la tierra,
portadora del hombre.
J-J Mollaret
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Muchos años después de esa primera excursión al Iztaccíhuatl, en abril de 1991, realicé uno de mis últimos ascensos al Popocatépetl antes de que lo cerraran a los alpinistas por el peligro de erupciones, como efectivamente ha sucedido en los últimos años. De las muchas ascensiones que realicé al volcán, la que ahora narro tuvo un componente distintivo: Iba solo y la montaña era para mí, pues no me encontré a nadie en la ruta que seguí aquel día.
Tenía en mente prepararme para mi ascenso al Mont Blanc unas semanas después, en el mes de mayo; mi propósito era hacer una excursión de alta montaña larga para acondicionar mi organismo a la resistencia en la altura. Finalmente me decidí por la circunvalación al cráter del Popocatépetl. Al Mont Blanc iría con Gabriel Arrieta y Fernando Múgica, un profesor español con el que nos reuniríamos allá. Gabriel aceptó mi invitación para la circunvalación y acordamos ir el próximo domingo; sin embargo tuvimos un inconveniente, había dejado preparado el material en mi auto para salir de mi casa y pasar por él a las 2 de la mañana. Pero cuando quise poner la comida en la cajuela antes de partir, cual sería mi sorpresa que algún ladrón había intentado abrirla. Para mi fortuna no consiguió su cometido y todo mi valioso material de montaña estaba adentro, pero para mi mala fortuna la chapa estaba forzada y no se podía abrir, por lo que tendría que acudir a un cerrajero. Con este problema telefoneé a Gabriel y la excursión se canceló. Gabriel ya no podía acompañarme otro día, yo tampoco podría realizarla el siguiente fin de semana. Por lo que tomé la decisión de pedir un día en mi trabajo e irme solo, el miércoles, a la ruta que ya tenía en mente.
En decenas de ocasiones he dormido en las montañas: en refugios grandes y pequeños, en tiendas de campaña, o incluso a la intemperie buscando acomodo en alguna roca. He pernoctado en mi tienda de campaña en glaciares a más de 5 mil metros de altura, en crestas expuestas al viento, en arenales o en medio del bosque. He tenido la experiencia de refugios llenos y de aquellos que durante toda la noche tiene movimiento de alpinistas: que arriban ya muy tarde, que cocinan pues llegan hambrientos, que buscan cosas en sus mochilas, que cuchichean, que se sienten mal, que se levantan antes para emprender la marcha... En algunas situaciones extremas he dormido como un bendito, rendido por el cansancio, aunque muchas veces no he podido pegar el ojo por las incomodidades propias del lugar. Desde hace tiempo he preferido, cuando la ruta me lo permite, hacer la ascensión en un solo día y dormir en mi casa. A pesar de que eso suponga madrugar más y viajar de noche en carretera.
Ese día, después de tres horas de sueño, mi despertador sonó a la una y media de la madrugada. La combinación de emoción y tensión hacen que el organismo se despabile rápidamente y adquiera una buena dosis de energía para el resto del día. Ya sin contratiempos llegué a Tlamacas el miércoles a las 4 de la mañana. Tlamacas era el lugar mejor acondicionado para alpinistas y turistas en la zona de alta montaña en México, a una altura de 3,900 msnm. Contaba con dos albergues de buenas dimensiones (uno antiguo y uno más nuevo), un tercer albergue menor para el socorro alpino. Con una gran explanada donde se mezclaban montañistas, turistas y algunos vendedores. Cuando se desciende de la cumbre y se llega a ese sitio se produce un especial sentimiento: una combinación de orgullo por haber estado en la cumbre y vanidad por las miradas de admiración de los turistas que solamente acudían ahí para contemplar el paisaje o para hacer una caminata por alguna de las pendientes iniciales. Actualmente la carretera que da acceso a Tlamacas está cerrada al paso por la actividad volcánica de la montaña, se construyó otro albergue en «Paso de Cortés» para los que se encaminan al Iztaccíhuatl.
El ascenso al Popocatépetl era muy distinto al vecino Iztaccíhuatl. Aunque tiene bosques, riachuelos, cañadas y una fauna diversa, las principales rutas de ascenso partían de Tlamacas, ubicado ya en la alta montaña, con una escasa vegetación y con inmensos arenales volcánicos que descienden en todas direcciones. El Iztaccíhuatl es alargado con diversas inclinaciones en sus distintas rutas; en cambio el Popocatépetl es un gran cono volcánico con grandes pendientes, a excepción de la zona encañonada del «Ventorrillo».
Erupción en el Popocatépetl. Fuente: UN1ÓN |
Aquel día recorrí el primer tramo todavía sin luz, por el sendero que va cortando en diagonal esos arenales. Durante una hora y media se puede observar solamente la majestuosa silueta del volcán, más de mil trecientos metros de desnivel, contrastando con el cielo estrellado que le sirve de fondo. Por debajo de la montaña pueden verse las luces de la ciudad de Puebla y de algunos poblados. Como haría completa la circunvalación del cráter, tomé la “ruta normal” para llegar al labio inferior del cráter y desde ahí comenzar a bordearlo. Llegué a «Las cruces», el último albergue de esa vía, a una altura de 4480 msnm. A partir de ese punto se deja el camino diagonal de los arenales para subir de forma más directa hacia el cráter. La ruta bordea una gran zona rocosa en forma circular, conocida como «La media naranja». Si bien esta ruta no presenta mayores dificultades técnicas, era ideal para mi propósito de aumentar mi aclimatación y condición física. Me sentía en excelente forma, muy motivado por mis objetivos y con mucha seguridad a pesar de mi soledad. Me acerqué a una de las franjas rocosas de «La media naranja» y, sentado en una roca, me detuve unos minutos para comer algo, beber y colocarme los crampones. Por la época del año la nieve comenzaba hasta esa altura, al principio se mezcla con arena congelada y en el tramo final una pendiente de nieve muy dura. En esa zona, pocos años después, fallecieron cinco alpinistas que estaban estudiando la actividad volcánica cuando fueron alcanzados por una expulsión de rocas desde el interior del cráter.
El último tramo, antes de llegar al labio inferior es más empinado. Subí de forma zigzagueante: contaba diez pasos en una dirección diagonal, y diez pasos en la otra. Me paraba un momento para respirar con más calma y comenzaba nuevamente mi conteo. Un poco antes de las 8 de la mañana llegué al cráter, a una altura de 5,150 msnm. La vista del cráter es imponente, mucho más grande que el del Pico de Orizaba –la montaña más alta de México-. Aunque está sufriendo transformaciones por las diversas erupciones que ha tenido en los últimos años, su forma es elíptica, su eje mayor supera los 850 m de longitud. Grandes y verticales paredes de roca forman la parte interna del cono, que tiene una profundidad de 250 metros. Se podían observar a simple vista las manchas de azufre desde donde se desprendían los gases con su olor característico. La cresta que iba a recorrer está formada por la terminación rocosa de las paredes que descienden al interior y rampas de nieve en la parte exterior. Los casi 300 metros de desnivel que separan el labio inferior del superior están repartidos, en ambas direcciones, en escalones de roca y en pendientes con mayor o menor inclinación.
Empezaba ahora una ruta desconocida para mí, pues aunque había hecho muchas veces el tramo que va del labio superior al inferior (o viceversa), ese era solamente una tercera parte de la extensión del diámetro del cráter. Ahora reemprendería la marcha por la parte que me era desconocida, tal vez por ese motivo fui más consciente de la soledad en la que me encontraba. Si bien el alpinismo es una excelente forma de establecer y afianzar buenas amistades, la práctica de esta actividad es muy propicia para dialogar con uno mismo. Cuando se asciende durante horas una montaña, el diálogo con los compañeros es mínimo, pues hablar dificulta el ritmo respiratorio. Es entonces que de manera natural se puede reflexionar sobre muchas cosas. Es un tiempo donde el pensamiento se abre en diversas direcciones: la belleza del paisaje, la dificultad de la ruta, los proyectos de ascensión a otras montañas; también se abre a otros intereses y preocupaciones: el trabajo, la familia, los problemas sociales y políticos, etc. Este diálogo interior es uno de los aspectos más preciados del contacto con la naturaleza. Durante todo aquel día mis pensamientos me acompañaron como un buen amigo.
El Popocatépetl desde Cholula, Puebla. Fuente: Real México |
Aquella mañana el cielo estaba despejado y podían observarse las diversas montañas que sobresalían en el horizonte conforme iba siguiendo la curvatura del cráter. Muy cerca estaba el macizo del Iztaccíhuatl, después La Malinche, que con sus picos adquiere uno de los perfiles más bellos de la meseta central mexicana, después el Citlaltépetl, acompañado por el Sierra Negra. Cada uno de ellos con entrañables recuerdos para mi. El paisaje que tenía por debajo me era familiar, pues unos meses antes había tenido la osadía de haber realizado con unos amigos la circunvalación inferior al volcán, a una altura de 3800 msnm, en el borde del bosque. ¡Más de 10 horas subiendo y bajando por arenales al rayo del sol!
Había recorrido más de la mitad de aquella cresta cuando interrumpí mis afables reflexiones. Algo extraño pasaba en la montaña. La actividad volcánica empezó a intensificarse: una excesiva expulsión de gases y algunos ruidos al interior del cráter me intranquilizaron. Yo había escuchado alguna vez un deslave de rocas al interior del cráter, pero esto era distinto. Nunca había visto al volcán con esa actividad. El olor era intenso. Instintivamente aceleré un poco el paso; sin embargo debía tener mayor precaución, pues me encontraba en la zona rocosa que está por encima del Pico del fraile. Dos años antes, descendiendo de ese pico habíamos encontrado el cadáver de un alpinista que –como me enteré después- había caído de la cresta donde me encontraba y no habían dado con su cuerpo, hasta aquel día que de manera fortuita lo encontramos en una morrena. Finalmente llegué a la cumbre superior del Popocatépetl antes del mediodía, todavía faltaba el último tercio de la circunvalación. Entré unos minutos al pequeño refugio que se encontraba en ese lugar, quería sobre todo aislarme de los gases que había estado respirando y que me habían producido dolor de cabeza. ¿Que habrá sido de ese refugio con las diversas explosiones del volcán? Después de hidratarme un poco reemprendí la ruta. Para mi alivio, como estaba en lo más alto, lo que a continuación venía era menos pesado físicamente. Sin embargo tenía que extremar precauciones, pues cualquier mal paso podía hacer que me lastimara una pierna, cosa que no podía permitirme en mis solitarias circunstancias. Después de media hora más llegué a mi punto inicial de la circunvalación en el labio inferior. Contemplé una vez más la cresta que había recorrido, para mi fortuna el viento soplaba en una dirección alejando los gases, y pude recorrer con la vista los principales pasos de aquella travesía con la satisfacción del objetivo cumplido.
Nuevamente pude retomar los pensamientos que había interrumpido. Preparaba por entonces mi tesis doctoral en filosofía. Las reflexiones sobre la existencia y la condición humana también ocuparon su lugar en el largo descenso de aquel día. Además de los autores de filosofía y literatura, los libros de alpinismo habían nutrido desde hacía varios años mis concepciones filosóficas. Junto a Aristóteles y Kierkegaard, Borges y Tolstoi, se encontraban Lionel Terray, Messner y muchos otros alpinistas que habían relatado sus experiencias.
A mi regreso la gran explanada de Tlamacas estaba igualmente semidesierta: dos jóvenes del Rescate Alpino se entretenían con sus cuerdas. Un vendedor, de aspecto acabado, se acercó para ofrecerme dulces y chocolates en su canasta de mimbre. En la entrada al refugio una pareja de paseantes reía alegremente. Yo preferí, como era mi costumbre, emprender el regreso en coche para detenerme a saborear una apetitosa sopa campesina y unos tlacoyos en una cabaña en las inmediaciones de la Cañada de Nexpayantla.
Luis Guerrero en las grietas del Popocatépetl |
Para mí, como para muchos montañistas en México, ha sido una pena el no poder regresar a nuestro querido Popocatépetl debido al aumento de actividad volcánica. Aunque puedo observarlo desde mi casa, casi todos los días, con sus grandes fumarolas, o sus días de gala con mucha nieve, el recuerdo de mis ascensiones es de algún modo melancólico, como cuando uno deja una casa en donde habitó muchos años, y al cerrar la puerta se sabe que no se volverá. Cada montaña es distinta y, en cierta medida, cada una tiene su propia personalidad, pero existen sentimientos comunes, aires de familia, en ese mundo inabarcable. Por eso, al que ha gustado de su encanto, las montañas se elevan como una buena señal en su horizonte existencial. Kurt Diemberger lo ha dicho de otro modo:
“Las montañas, la roca, el hielo. El maravilloso y centellante hielo. Quien ama las montañas debe ir a las montañas.”
El Popocatépelt pintado por el Dr. Atl |