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En la preparatoria era conocido como «el mapache», pues con frecuencia me presentaba los lunes con la cara quemada por el sol y con las marcas de los goggles alrededor de los ojos. En la cafetería mis compañeros me decían: –Cuéntanos. ¿Esta vez a dónde te fuiste? Esto me permitía hablar de mi pasión por las montañas y entablar nuevas amistades. Algunos de ellos se convirtieron en excelentes compañeros de montaña. Así es como conocí a Carlos, coincidí con él en una conferencia sobre literatura latinoamericana, resultó que también él era excursionista y pertenecía a un grupo alpino. Días después nos tomamos un café y acordamos subir una de las paredes del Coconetla. Al regresar de aquella escalada me comentó que su grupo estaba organizando una ascensión al Nevado de Toluca. Se trataba de un proyecto interesante, pues querían hacer una excursión tipo expedición de varios días, aprovechando el inicio de las vacaciones de Semana Santa que ese año era a mediados de abril. Se instalaría un campamento base y habría varios objetivos que incluían las dos cimas: el Pico del Águila y el Pico del Fraile, este último por tres vías distintas. La idea era hacer un ejercicio o simulación de algo mayor, con recorridos de aclimatación y resistencia al frío, selección de cordadas para ambas cumbres, división de tareas y rutinas en los tres campamentos que se pensaban instalar: montar y desmontar las tiendas, mantener el lugar en orden y limpio, preparar alimentos. En uno de los días en el campamento base, un estudiante de medicina que pertenecía al grupo daría una charla de primeros auxilios en la montaña. El principal objetivo era la convivencia y la experiencia humana que, en su conjunto, todo lo demás podía proporcionar.
Después de hacerme la invitación para que fuera con ellos al Nevado, en tono amigable me aclaró que, si aceptaba, era conveniente asistir a unas reuniones previas y asumir algunas pequeñas reglas que se establecieran; por ejemplo, la selección de las cordadas para las cumbres y las rutas se haría en la montaña, por lo que no era cien por ciento seguro que yo formara parte de alguna. –El punto, me dijo, no es si estamos o no en condiciones de subir, sino de asumir el proyecto en su conjunto, como una actividad de todo el grupo, independientemente de quién suba y quién no, de tal manera que los logros sean compartidos por todos. Aunque no estaba acostumbrado a algo así, el proyecto me parecía interesante como experiencia. También me motivaba el que nunca había estado en el Nevado de Toluca. Asistí a las dos juntas previas que se llevaron a cabo en la casa de Roberto, en la colonia Nápoles, en una calle que en esa época del año lucía unas coloridas y bien tupidas jacarandas. En la primera reunión, Guillermo, líder de aquel grupo y con gran sentido del humor, nos mostró un mapa hecho por él y diapositivas del Xinantécatl o Nevado de Toluca. Nos explicó las características de cada ruta y los lugares donde podríamos instalar los campamentos. Aunque yo había visto varias veces y de lejos el Nevado de Toluca, desde otras montañas en las que había estado, no conocía fotografías; el panorama de aquella montaña con su largo cráter, sus cumbres y sus dos bellos lagos la hacen una montaña única y me confirmaron mi deseo de ir a conocerla. En la segunda reunión nos pusimos de acuerdo sobre el material que debíamos llevar, en especial de las cosas comunes como tiendas de campaña, cuerdas, trastos para la comida y otras cosas. En total, estaríamos alrededor de quince personas, de las cuales se pretendía formar tres cordadas para sendas rutas, los demás apoyarían los diversos campamentos el día de la ascensión a las cimas. Muy pronto me adapté a aquel grupo amigable. La mayoría éramos jóvenes estudiantes de diversas preparatorias y universidades; las únicas excepciones eran Fernando, que estaba terminando la secundaria; además de Guillermo y su esposa Esther, que ya eran profesionistas.
Inesperadamente se me presentó un problema que ponía en riesgo mi participación en aquella excursión. Estaba en mi último año de preparatoria y había decidido estudiar la carrera de filosofía. Desde mi infancia había considerado estudiar alguna carrera que tuviera que ver con la naturaleza: biología, oceanografía o incluso veterinaria; sin embargo, en estos dos últimos años de preparatoria había conocido con un poco más de profundidad la filosofía y no dudé en que esa carrera y ocupación encajaba muy bien con mi temperamento y con mis intereses, los cuales eran ajenos al mundo profesionalizante de nuestra sociedad; para mí era impensable trabajar en una empresa u oficina y tampoco tenía el gusto por los negocios. Ya había presentado el examen de admisión para la universidad y me habían dado una cita para entrevistarme con un coordinador. Aquella reunión era el sábado por la mañana y coincidía con la salida del grupo hacia el Nevado de Toluca. Le llamé a Guillermo para comentarle mi problema, estaba dispuesto a renunciar a la excursión. Comprendió muy bien la prioridad universitaria y me abrió la posibilidad de que los alcanzara ese día en la tarde-noche o muy temprano al día siguiente. Yo no estaba muy seguro, pues nunca había estado en el Xinantécatl; en ese momento ni siquiera sabía cómo llegar a sus faldas. Le agradecí mucho la buena disposición y le dije que lo iba a considerar y que, si no podía, seguramente me uniría al grupo en otra de sus excursiones. Me recordó el lugar donde se instalaría el campamento base por si me decidía a alcanzarlos. –Recuerda las fotos y el mapa que presentamos en las reuniones. Estaremos del lado poniente del Nevado, donde termina el bosque, en una línea descendente entre el Pico del Águila y el Pico del Fraile. Si llegas a la estación de autobuses de Toluca puedes preguntar ahí cuál te deja en la base de la montaña. En cualquier caso, terminó diciendo, si decides ir tendrás lugar en una de las tiendas de campaña.
La entrevista en la universidad fue muy cordial, salí con mayor convencimiento de mi decisión por la filosofía y en un excelente estado de ánimo. Mis dudas sobre la excursión se disiparon y regresé a mi casa a preparar la mochila. Ayudado del Guía-Roji hice un pequeño croquis del recorrido desde Toluca hasta la entrada al volcán, situada sobre la carretera que va a Ciudad Altamirano. Un poco antes de las 2 de la tarde tomé el autobús rumbo a Toluca en la Avenida Revolución.
La estación de camiones de Toluca a la que llegué era un hervidero de gente. Con mi mochila, que tenía varios escudos cosidos y de la que sobresalía mi sleeping bag y mi piolet, me sentía un poco extraño en medio de un sinfín de personas con bultos, objetos de trabajo e incluso animales. Uno tras otro los vendedores de gelatinas, chorizo, tortas, merengues, me ofrecían sus productos. No me fue difícil encontrar el autobús que me podía dejar en la entrada del volcán. Cuando me acerqué al conductor vio mi mochila y me dijo que la cerrara bien, ya que debía ir en la canastilla exterior del techo; le comenté que quería bajarme en la entrada del Nevado. –Sí, yo le aviso, fue su lacónica respuesta. Después de cerciorarme que no hubiera nada que pudiera salirse, un joven tomó la mochila, subió la escalera de la parte trasera del autobús y la amarró a la canastilla, junto con otros bultos que ya había ahí. Me senté cerca del conductor, poco a poco el autobús terminó de llenarse. Durante aquel recorrido en carretera iba con una extraña combinación de sensaciones: por una parte, tenía una gran ilusión por comenzar el ascenso y encontrarme con mis nuevos amigos, aunque por otro lado, no dejaba de tener cierta incertidumbre y ansiedad por no haber estado nunca en aquella montaña. Me quedaban pocas horas de luz y en mi cabeza daba vueltas la posibilidad de perderme y tener que vivaquear en aquel lugar desconocido. Estaba en esos pensamientos cuando el chofer paró el autobús para que pudiera bajar. –Ahí enfrente, me dijo, por ese camino se va al volcán. El mismo joven de la estación, de una forma muy ágil, se subió al techo y me bajó la mochila.
Eran las cinco de la tarde, las escasas nubes que había no impedían la majestuosa vista de la montaña con sus dos cumbres. También podía observarse con claridad la línea divisoria entre el bosque con la zona de arena y rocas característica de la alta montaña. Tuve un primer momento de alivio, pues a pesar de lo lejano que se veía mi objetivo podía hacerme una idea de dónde podía estar el campamento. Hice en mi mente una comparación entre la distancia que tenía ante mí y una ruta conocida del Iztaccíhuatl, una que sube por el pueblo de San Rafael hacia el «Cuello», por la cresta Loma Larga. De forma que calculé unas cuatro horas de recorrido hasta el lugar en que suponía podrían estar. Me ajusté la mochila y comencé a caminar. Llevaba una media hora de marcha cuando, después de varios intentos, una camioneta respondió a mi petición de autostop. –¿A dónde va?, me dijo el conductor. –Voy a subir el volcán, contesté. –No llego muy arriba, pero si quiere lo adelanto un tramo. –Sí, muchas gracias, hasta donde pueda, para mi estará muy bien.
Ya dentro de la camioneta me preguntó si iba a las lagunas. Le contesté que no, que ese día solamente iba a la parte alta del bosque. –Es muy bonito, pero hace mucho frío. Fue su respuesta. Le explique un poco más el lugar a donde iba y le pregunté si conocía algún sendero que me aproximara. –Lo puedo dejar adelantito de Los Venados, desde ahí puede subir. Como a los quince minutos se detuvo en el cruce de un camino secundario. –Siga ese camino, en unos dos kilómetros va a encontrar una vereda que sube para aquella parte de la montaña. La vereda está poco después de una cañada, donde el camino tiene un puente de madera para atravesarla. Aunque desde ahí todavía hay que subir mucho, terminó diciendo. Le agradecí la información y el «aventón» y vi cómo se alejaba de aquel sitio en medio del polvo que levantaba su camioneta en el camino principal de terracería.
Todavía con luz seguí aquel camino sin mucho desnivel, desde ahí ya no se veían los picos ni la zona de alta montaña, pero pensaba que estaría dirigiéndome a un punto perpendicular entre las dos cumbres. El bosque a esa altura todavía es tupido, especialmente compuesto de coníferas: pinos y oyameles, además de algunos encinos. Los últimos rayos de luz entraban oblicuamente entre los árboles. A esa hora comenzó el mayor movimiento y sonido de los pájaros que, seguramente, regresaban a sus nidos antes de la puesta del sol. El camino daba varias curvas e incluso bajaba un poco en algunos tramos. Antes de llegar a una de esas curvas me encontré con un puente de madera que, muy posiblemente, era el que me había dicho el conductor. Con mayor atención busqué a mi izquierda un sendero que subiera. Avancé despacio por el siguiente tramo del camino, pero no lo encontré. ¿Estará antes del puente? Llegué a la siguiente curva ya con la intención de regresar al puente si no lo encontraba. Justo al final de esa curva vi una pequeña vereda que subía. Sentí un gran alivio, pues comenzaba a oscurecer y me hubiera sido imposible llegar a mi destino sin un sendero.
El primer tramo por aquella vereda tenía una fuerte inclinación. Comencé a subir. Una vez que pude cerciorarme que era transitable, me paré para ponerme el suéter y mi chamarra rompevientos, comenzaba a bajar la temperatura. También aproveché para poner a la mano mi lámpara, ya que pronto dejaría de tener luz natural, bebí un poco de agua y continué el ascenso. Tenía la confianza de que si el sendero seguía subiendo llegaría hasta el límite boscoso y desde ahí, si no había una cañada profunda que me impidiera el paso, podría localizar y llegar al campamento. Conforme iba adquiriendo un buen ritmo en mi marcha me olvidé de la preocupación acerca de la ruta, mis pensamientos retornaron a la entrevista que había tenido aquella mañana y mi futura profesión. Cuando el profesor me había preguntado cuál era la temática filosófica que más me interesaba, yo le respondí que el estudio del ser humano: aquello que nos distingue de otros seres vivos, la libertad, la capacidad para progresar, la convivencia política y cultural con las otras personas, la moralidad de nuestras acciones, la creatividad para expresarse por medio del arte. Poder adentrarme en todas esos temas y problemáticas me parecía un buen objetivo a lo cual dedicar una buena parte de mi vida.
La obscuridad en el bosque es especial. Aunque la imagen que solemos tener proviene de las historias de peligros ocultos narradas en los libros: aquello que ocurren en la espesura del bosque; lo cierto es que también tiene una cara mucho más amigable, casi acogedora, la de una compañera respetuosa que está junto a nosotros sin interrumpir nuestros pensamientos. A excepción de algunas ramas movidas por el viento y mis pisadas, que hacían crujir las hojas o ramas secas, el bosque estaba en silencio. En cambio, podía percibir su olor, con una combinación del inconfundible aroma a oyamel y el de los diversos arbustos y hierbas que conformaban el suelo de aquella ladera. Un ligero viento frío recorría de norte a sur la montaña, poco a poco las nubes se fueron alejando. La luna todavía no aparecía, gracias a lo cual podía contemplar un precioso cielo estrellado. La inclinación del terreno era variable, aunque siempre ascendente. Como a las siete y media de la noche el bosque empezó a abrirse más, lo que significaba que comenzaba su parte superior. Si mis cálculos no eran equivocados en menos de una hora debería de llegar al comienzo de la alta montaña, podría entonces buscar las luces o sonidos del campamento. Esa proximidad me hizo apresurar un poco más el paso; comenzaba a tener hambre, pero deseaba llegar cuanto antes a la última etapa de ese largo día.
Más adelante creí escuchar un sonido, posiblemente voces. Grité del modo que lo hacemos con mi otro grupo de amigos con el que voy de excursiones, un sonido agudo y continuo que se repite varias veces; sin embargo, no volví a escuchar nada. Tal vez había sido el viento que traía aquel sonido de más lejos o quizá era una pequeña alucinación auditiva. Después de una pequeña loma, donde el sendero bordeaba unos montículos de roca, la silueta del Xinantécatl apareció ante mí entre los últimos árboles del bosque, ahora mucho más cercana y majestuosa. Aunque sus cumbres parecían inaccesibles y muy lejana desde ese lugar, mi destino era muy cercano respecto a la altura donde me encontraba; incluso si era necesario podía encontrar un lugar para vivaquear en la base de una de las rocas por donde acababa de pasar. Al final de la cresta el sendero se internaba entre pequeños matorrales y no muy lejos se podía observar las pronunciadas pendientes que conducían a la cresta del cráter. Después de ver ambos picos y por la información que tenía del lugar del campamento, decidí que tenía que dirigirme hacia el sur. Afortunadamente no había barrancos, paredes o cañadas profundas que me impidieran el paso. Me detuve para construir un hito con piedras y colocar ahí una de las pequeñas cintas amarillas que llevaba; era importante señalar el lugar donde dejaba el sendero, ya que podría ser necesario que regresara para vivaquear. Saqué de mi mochila una de mis bolsitas con la «mezcla de la casa», así le llamaba a la combinación de pasitas, nueces y trocitos de chocolate que solía llevarme a las excursiones. No veía un camino en la dirección que debía tomar, pero ya no había maleza que me impidiera el paso, por lo que comencé el recorrido transversal.
Al caminar sentía como mis pies se apoyaban entre un suelo arenoso y los matorrales propios de esa altura. Posiblemente porque presentía que muy pronto terminaría mi larga jornada también sentía el peso de mi mochila. Llegué al límite de otra loma similar por la que había subido, aunque no encontré ahí un sendero. Poco después escuche un sonido, esta vez me parecían unas risas. Grité un par de veces y, para mi grata sorpresa, escuché que decían mi nombre. Con una enorme alegría aceleré un poco el paso y al final de otra loma pude ver varias luces y las tiendas de campaña. Sentí un gran alivio. Como si se tratara de un orden de cosas preestablecido, hizo también su aparición la luna gibosa detrás de la cresta superior del Nevado.
Llegaron a mi encuentro Mónica y Carlos, tomaron mis cosas y me dieron un abrazo. Al llegar al campamento Guillermo salió de su tienda para darme la bienvenida, nos sentamos junto a la fogata y me calentaron algo para cenar. Les hice un resumen de mi día y ellos lo hicieron del suyo. Habían llegado a ese lugar a las cuatro de la tarde y se habían dedicado a montar el campamento y preparar la fogata y la cena. Paco se había sentido mal en la última parte del ascenso, estaba en su tienda tratando de descansar. También me comentaron que Raúl, Fernando y Daniel no habían podido ir a la excursión. En total estábamos once, –un número suficiente, dijo Guillermo, para seguir con nuestros objetivos iniciales. –Mañana, siguió la conversación, queremos dividir el grupo para hacer dos pequeñas excursiones de aclimatación; un grupo subirá el Cerro Prieto y el otro bajará para buscar agua potable. Después de cenar me indicaron la tienda en que había un lugar para mí.
Me desperté al amanecer, la hora en que se siente más el frío. Escuché las voces de Esther y Marisol que ya estaban afuera de sus tiendas y se disponían a preparar café para todos. También escuché a Guillermo, con su habitual sentido del humor mencionaba algo que les había ocurrido en el autobús. Busqué dentro del sleeping mi gorro y salí con ellos. Me encontré con un paisaje lleno de escarcha, en las paredes exteriores de las tiendas, en la tierra arenosa y en los matorrales. Pude observar a la luz del día nuestro campamento, el cual se me figuraba como un pequeño pueblo italiano de montaña, pues las cinco tiendas estaban distribuidas en desnivel, en distintos rellanos naturales de la parte superior de la cuesta; en la plataforma superior había espacio para una tienda, la fogata, las piedras y troncos que servían como asientos. En un espacio más abajo, antes de la última tienda, había una especie de «ropero» para las mochilas, era una cuerda amarrada entre tres árboles; de una forma muy ingeniosa la cuerda tenía diversas lazadas de las cuales pendían mosquetones para sujetar las mochilas de cada uno. La mochila más grande era la de Guillermo, ahí me enteré que en muchas ocasiones lo llamaban con el sobrenombre «Mr. A», como abreviación de «Mister Atlas», el titán griego, pues además de su sólida complexión física, de su enorme mochila salían las cosas menos pensadas: “Él cargaba todo un mundo de cosas a sus espaldas”. Poco a poco los demás fueron saliendo de sus tiendas y nuestro campamento se llenó de vida. Paco ya se sentía mejor, aunque decía que no había pasado la mejor de las noches.
Un poco más arriba de nuestro campamento estaba Roberto, se había subido a una roca que sobresalía del resto para tomar fotografías. Desde que habíamos estado en su casa me había dado cuenta de su interés por la fotografía; él y Marisol eran los que llevaban cámara a la excursión. Me acerqué para saludarlo. –Aquí hay unas excelentes vistas del campamento y de la cresta del cráter. ¿Te gusta la fotografía? ¿Tomas fotos de tus excursiones?, me preguntó. –Sí me gusta, pero no tengo una cámara buena, las veces que he tomado me he desilusionado, pues mis fotos no reflejan aquello que quería plasmar. –Aún así, me contestó, es una forma de conservar un recuerdo de los lugares, personas y situaciones que te llaman la atención. Además, aunque no todas las fotos salen bien, hay algunas cuantas por las que vale la pena haberlas tomado. Le hablé entonces de mi costumbre y gusto por escribir los relatos de mis excursiones. –Tal vez me influyeron de niño las novelas de Julio Verne, Defoe y Stevenson, gracias a ellas puede introducirme a nuevos mundos, especialmente cuando describen tan vívidamente el mundo de la naturaleza. He escrito ya varios cuadernos con las crónicas de mis excursiones. –Yo en cambio, me dijo Roberto, no tengo facilidad para la escritura. Estábamos en esa conversación cuando nos llamaron para desayunar.
Desde el lugar donde hacíamos las comidas se podía gozar de una vista privilegiada de nuestra montaña, especialmente del Pico del Fraile y de las laderas adyacentes a él. Una parte de la cresta y la ladera tenían nieve, en cambio, más hacia el Norte solamente había algunas manchas de nieve en las rocas y en los bordes de la cresta superior. La mañana nos entregaba un cielo despejado y con la luna todavía visible. En el desayuno coincidimos Marisol y yo, éramos los únicos que íbamos por primera vez con el grupo, ella era amiga de Roberto. Aunque no traía equipo para llegar a la cima tenía su propio objetivo, estaba en la selección de atletismo de su escuela, por lo que el ejercicio que estaba haciendo en el Xinantécatl era excelente como entrenamiento cardiovascular y le ayudaba también a fortalecer sus piernas. Además, me comentó, se sentía muy bien con el ambiente cordial del grupo. En efecto, se percibía un buen ánimo en todos nosotros: el entusiasmo de jóvenes alpinistas al explorar una nueva montaña, pues solamente Guillermo y Efraín habían subido al Xinantécatl.
Después de airear los sleeping bags y ordenar el campamento nos dispusimos para las dos excursiones de aclimatación, solamente Miguel y Roberto se quedarían en el campamento para cuidar las cosas y preparar la comida. Al Cerro Prieto íbamos Esther, Mónica, Paco, Manuel y yo; los otros cuatro descenderían en busca de agua. Encontrar agua potable era importante. Habíamos acordado que cada quien llevaría cuatro litros, uno por día, pero si conseguíamos más nos podríamos dar ciertos lujos: ya no tendríamos que racionar las tazas de café ni el agua de jamaica que preparaba Esther. La primera parte la hicimos todos juntos, ascendimos un tramo por la ladera del Nevado para poder atravesar la cañada más profunda, la que da forma a las paredes y laderas del Cerro Prieto. En su parte más alta la cañada disminuye su desnivel, ese es el punto ideal para atravesarla y subir hasta encontrar un rellano y un sendero. Ese sendero era la ruta que había tomado todo el grupo el día anterior para ascender desde la base de la montaña rumbo al campamento base. También, desde ese rellano el sendero sube hacia el sur por una fuerte pendiente arenosa que bordeaba las paredes altas del Cerro Prieto. En ese punto nos dividimos, el grupo de Guillermo descendería mientras que nosotros subiríamos la pendiente rumbo al collado y de ahí a la cima del Cerro Prieto.
Subir una pendiente arenosa y empinada, o como suele llamársele un «tumbaburros», no es una tarea sencilla; la arena y las pequeñas piedras se combinan con la inclinación del terreno, de tal forma que a cada paso que se da, el terreno cede; de esa forma, cada paso es solamente la porción de ese paso; muchos de los tumbaburros son de alta montaña, por encima de los cuatro mil metros, lo que hace que la disminución de oxígeno también reclame sus derechos para no permitir un paso ligero. Dependiendo de la longitud del tumbaburros, todos estos factores pueden minar el ritmo del escalador y disminuir su resistencia física; por ejemplo, en el gran tumbaburros de la ruta sur del Pico de Orizaba hay un tramo que ha sido bautizado como «la zona del arrepentimiento», pues ahí muchos ascensionistas deciden no continuar. Lo importante en un tumbaburros -aunque también sirve como regla general de cualquier ascensión- es mantener un ritmo, aunque sea un poco más lento, fijarse bien en cada pisada para encontrar los mejores apoyos; también sirve ponerse pequeños objetivos: “hasta la siguiente curva del sendero, o hasta determinada roca, o contar veinte o veinticinco pasos y descansar unos segundos, etcétera”. En el caso concreto del tumbaburros que teníamos por delante no se apreciaba muy largo, aunque sí empinado, nos separamos un poco para evitar que el polvo de la arena fuera respirado por la persona que venía detrás. Después de veinte minutos de ascenso llegamos al final de aquella pendiente, ahí encontramos un bonito y amplio collado que conecta el Cerro Prieto con la cresta que conduce al Pico del Fraile. Descansamos un poco y contemplamos la espectacular vista que se ofrecía en todas direcciones. El collado está compuesto por dos terrazas amplias, la más baja ofrece un buen espacio para acampar, en ese lugar pernoctará el grupo que ascenderá al Pico del Fraile por esa vía. Hacia el este puede observarse una larga y bella cresta que asciende, en unos tramos de forma más empinada y en otros menos, hasta el borde de la cresta superior del volcán. En la otra dirección continúa la ruta hacia la cima del Cerro Prieto, una pendiente moderada y ancha. Podía verse también nuestro campamento y el amplio bosque que cubre las faldas de la montaña. Hacia el norte se encuentran las extensas pendientes de rocas y arenas, con el característico gris oscuro de sedimentos volcánicos, que descienden de la larga cresta que une los dos picos más altos de la montaña.
La cumbre del Cerro Prieto está muy cerca del collado, por lo que bastaron menos de veinte minutos para subir la última pendiente. El panorama que ofrece es mágico, se trata de una amplia explanada circular, a la cual se accede bordeando una zona rocosa, que es la parte superior de uno de los farallones que, como si se tratara de un viejo castillo medieval, circundan gran parte de esta montaña. No es la cumbre principal del Nevado de Toluca, pero con sus más de cuatro mil trescientos metros sobre el nivel del mar, gracias a su soledad y tranquilidad, da la sensación de estar caminando en un lugar exclusivo y poco hollado por el ser humano. Reinaba en nosotros una atmósfera alegre, después de los abrazos y felicitaciones por el logro de ese Cuatromil nos separamos en distintas direcciones para observar los bordes y caídas rocosas.
Después de un rato Esther nos sugirió que comenzáramos el descenso. Cerca de mí, sentada en una roca se encontraba Mónica. Mientras se incorporaba para comenzar a bajar le pregunté: –¿En qué piensas? –Este lugar es muy hermoso, me contestó. En realidad, estaba cantando una canción de Karol King, “You’ve Got a Friend”. Con ocasión de su respuesta iniciamos una amena conversación sobre música, hablamos de nuestros gustos comunes por Cat Stevens, Bob Dylan, Elthon Jonh. Podía sentir en sus palabras la alegría y pasión con que hablaba de canciones y cantantes. Incluso, cuando mencioné a Serrat ella comenzó a cantar el inicio de Vagabundear. Coincidimos en que la música llega a convertirse en una excelente compañera de nuestros sentimientos. Me comentó su costumbre de subir las montañas cantando en su interior y contemplando los bellos paisajes. –Hace rato, siguió diciéndome, venía cantando Goodbye Yellow Brick Road. De la música pasamos a hablar de cómo había conocido a Esther y Guillermo, de las excursiones que había hecho y de lo que quería estudiar. Sin apenas darme cuenta, habíamos llegamos al campamento.
Una hora después de nosotros llegó el grupo que había bajado por la cañada, estaban muy contentos pues, finalmente y gracias a las indicaciones de un lugareño, dieron con un ojo de agua, las cantimploras que se habían llevado estaban ahora llenas. En una de las reuniones en casa de Roberto habíamos dialogado acerca del menú para las diversas comidas durante esos días. Aunque había libertad para que cada quien llevara lo que más le apeteciera, todos accedimos en algunos alimentos comunes para facilitar la tarea al prepararlos. También se había acordado que nos turnaríamos para que en cada comida hubiera dos encargados. Para esa comida Miguel y Roberto nos prepararon una deliciosa sopa campesina y un pan árabe relleno con jamón serrano y queso.
La conversación que comenzó en la comida se alargó durante mucho tiempo acompañados del café y unas deliciosas galletas con chocolate cocinadas por la mamá de Miguel. Había un ambiente apacible y cordial. De vez en cuando alguien se paraba para ponerse un suéter o una chamarra, pero regresaba al círculo de nuestro improvisado comedor. Se narraron algunas experiencias de ascensiones a los volcanes de México y de algunas escaladas en roca. Roberto y Manuel habían practicado espeleología y narraron su experiencia en los ríos subterráneos Chontalcoatlán y San Jerónimo. Guillermo relató lo que conocía de la tragedia de los estudiantes de Guadalajara en el Iztaccíhuatl, cómo once jóvenes habían fallecido en medio de una tormenta. Por mi parte, narré los lugares que conocía en la Huasteca Potosina, pues iba cada año a pasar vacaciones con familiares que vivían en Ciudad Valles, hablé de los ríos y saltos con aguas cristalinas, y de las bellas pozas que hay para nadar. También hablé del «Sótano de las Golondrinas», un famoso abismo circular de más de quinientos metros de profundidad y más de cincuenta metros de diámetro, comenté que una de las cosas que más me gustaron de mi excursión al Sótano fue que, para acceder a él, tuve que caminar por más de cinco horas por caminos ancestrales de piedra al interior de la selva huasteca, construidos por los indígenas que por siglos han habitado aquella zona. En el Sótano anidan miles de vencejos, pericos y murciélagos. En la tarde, antes de la puesta del sol, puede verse en el horizonte la larga mancha de los vencejos que regresan al Sótano, desde lo alto se dejan caer en picada para entrar a la cavidad, haciendo, por su gran velocidad, un zumbido que se mezcla con el gracioso parloteo de los pericos.
A Efraín lo había tratado poco, estaba terminando la universidad, me sorprendió su excelente capacidad para conversar y hacer de cualquier tema algo muy interesante. Después de mi relato de la Huasteca él comenzó a hablar sobre libros de alpinismo, hizo un breve resumen de uno sobre la conquista del Everest realizada por Edmund Hillary y el sherpa Tenzing Norgay; habló de la magnitud y estrategia de esa expedición inglesa, de las distintas partes y campamentos que instalaron, de la fortaleza física de los sherpas. Esther, por su parte, comentó de un libro que había leído sobre el explorador noruego Amundsen, quien fue el primero en llegar al Polo Sur. Explicó que aquella hazaña había estaba envuelta en una carrera por ser los primeros en lograrlo, pues también había una expedición británica comandada por Scott que buscaban el mismo objetivo. A base de estrategias en la ruta, Amundsen llegó primero y un mes después los ingleses. Lamentablemente Scott y sus tres compañeros fallecieron congelados en el camino de regreso.
Efraín volvió a hablar de otro libro, el que narra la expedición francesa al Annapurna en 1950, el cual me produjo un fuerte impacto. Esa ascensión supuso un enorme éxito ya que, después de muchos intentos en el Himalaya, fueron los primeros en coronar una cima superior a los ocho mil metros. Lo más dramático de esa expedición fue el descenso. Lachenal y Herzog, los dos escaladores que habían subido a la cumbre, lograron descender en medio de una tormenta y ya casi sin energía al campamento más alto, donde los esperaban dos de sus compañeros, Rebuffat y Terray. Sin embargo, los graves problemas para ese grupo acontecieron el día siguiente, durante casi todo el día, envueltos por una infernal tormenta y con terribles ráfagas de viento, los cuatro alpinistas vagaron perdidos entre un mundo de seracs, no lograron encontrar el siguiente campamento. Agotados, sin comida y ya con la noche encima decidieron buscar refugio en una estrecha grieta, tuvieron que arreglárselas solamente con dos sleepings para los cuatro; además, Lachenal y Herzog sufrían fuertes congelaciones en las manos y los pies. Después de varias horas en ese improvisado refugio sintieron que la montaña temblaba y escucharon un ruido furioso que les anunciaba que un alud se aproximaba. Con toda la violencia que la presión del aire produce, quedaron caóticamente envueltos en nieve; milagrosamente, la pequeña grieta los había salvado de morir arrastrados por el alud o sepultados en toneladas de hielo y nieve. Desesperadamente buscaron sus botas entre los escombros del alud. Finalmente las encontraron, sin embargo, los pies de Lachenal y Herzog, hinchados por las congelaciones, no entraban en las botas, por lo que tuvieron que cortarlas y abrirlas para tener un mínimo de protección. Para empeorar las cosas, Rebuffat quedó ciego. Todo eso presagiaba un final trágico. Sin embargo, hubo un cambio de fortuna, el tiempo mejoró radicalmente y otros compañeros que estaban buscándolos dieron con ellos y pudieron llegar al campamento base. No obstante, todavía les faltaban varias semanas hasta llegar al poblado donde iniciaron la expedición. Las congelaciones de Lachenal y Herzog no presentaban mejoría, el peligro de gangrena era inminente, por eso, entre llantos de dolor y tristeza, el médico de la expedición tuvo que amputar sin anestesia los dedos de los pies y a Herzog también los dedos de las manos. Ese había sido el costo de la primera ascensión a la cumbre de un ocho mil.
Aunque siempre me ha gustado leer, no tenía mayor conocimiento de los libros de montaña. Se me estaba abriendo un mundo nuevo por medio de las descripciones de mis amigos esa tarde. Me hice el propósito de conseguir, cuanto antes, algunos de esos libros para leerlos.
La tarde estaba cayendo y podía sentirse más frío. Antes de comenzar a arreglar las tiendas para dormir Guillermo nos pidió que nos reuniéramos. Según me enteré, desde el primer día había estado hablando con cada uno; conmigo habló antes de la comida, ese día, para ver cómo me sentía con el ambiente y la convivencia con los demás, también me había preguntado si no tenía inconveniente en subir a la cima por la ruta del embudo. Le dije que me sentía muy bien, pues todos eran muy amigables y que estaría feliz de hacer esa ruta. Cuando nos reunimos, Guillermo nos propuso su plan para la conformación de los equipos para el ascenso a las cumbres. Para la ascensión al Pico del Fraile por la arista Suroeste, que comienza en el collado del Cerro Prieto, la cordada estaría conformado por Mónica, Roberto y Efraín. Manuel los acompañaría para cuidar el campamento. La segunda cordada estaría conformada por Carlos y Esther, su ruta sería la cresta del cráter, que incluía escalar el Pico del Águila y recorrer toda la cresta rocosa hasta el Pico del Fraile, ellos eran los que tenían más experiencia en roca. Su equipo de apoyo serían Marisol y el propio Guillermo, ellos los acompañaría al nuevo campamento, muy alejado de dónde estábamos. Una vez comenzado el ascenso Marisol y Guillermo tendrían que desmontar las dos tiendas y regresarlas al campamento base. Para el Pico del Fraile, por la ruta del embudo, en la cordada estaríamos Miguel y yo; nosotros seríamos los únicos que saldríamos desde el campamento base. Paco se quedaría en el campamento base para cuidar las cosas que aún quedarían ahí. Al terminar su propuesta hubo algunos comentarios y preguntas, en cualquier caso, había una buena aceptación del plan. Por mi parte me parecía muy bien; y aunque las otras dos rutas me resultaban atractivas, el embudo había producido en mí una especial atracción, desde mi tienda podía observar su fuerte inclinación final; además estaba muy animado con la realización de todos los proyectos de la excursión y tenía unos sinceros deseos de que cada uno de ellos fuera exitoso.
Como ya se había hecho costumbre en esos dos días, las reuniones informales ocurrían en nuestro depósito colgante de mochilas y utensilios, ahí me encontré con Miguel y le expresé mi agrado por que hiciéramos cordada en el embudo; él me comentó que estaba muy emocionado y que seguramente sería una muy buena ascensión. Miguel estudiaba segundo semestre de ingeniería en el Poli, una persona reservada y con espíritu servicial; no habíamos coincidido en la subida al Cerro Prieto, aunque sabía que tenía experiencia en el Popo, el Iztaccíhuatl y varias escaladas en roca. Era costumbre en el grupo, medio en broma y medio en serio, hacerle reverencias por las exquisitas galletas de su mamá, que eran la delicia en las reuniones en México y ahora en el Nevado.
No supe bien la hora, pero me desperté somnoliento en medio de la noche cuando el toldo de nuestra tienda comenzó a sacudirse por el viento, también escuchaba las ramas de los árboles mecidas por el viento. Habíamos tenido suerte con el buen tiempo durante los dos primeros días pero, tal vez, esa suerte estaba cambiando. Con esos pensamientos volví a quedarme dormido. Horas después, cuando salí de la tienda el viento había disminuido, aunque había traído y dejado un banco de nubes, algunas en la parte superior de la montaña que impedían ver los picos y la cresta superior, otras estaban en las faldas de la montaña. Esas condiciones metereológicas nos regalaron un amanecer espectacular. Aunque el sol estaba oculto, el cielo y las nubes se vistieron con distintos tonos rojizos y ocre que hacían contraste con los tonos gris y azul que terminaban de componer el cuadro. Tal vez porque estábamos arropados por las nubes el frío no era tan intenso como la mañana anterior. El ambiente en el desayuno era de cierta excitación, pues en unas horas dos de los grupos partirían para su campamento de avanzada. No escondíamos cierta preocupación por el clima, a pesar de eso el buen humor y la amena conversación se mantenían. Estábamos todavía desayunando cuando observamos a tres alpinistas que estaban ascendiendo por la cresta Suroeste; la silueta de la cordada, con sus coloridas chamarras y caminando por ese bello lugar, era digna de cualquier escena alpina; poco después los perdimos de vista cuando entraron a la zona nubosa.
Como el recorrido que tenían que hacer Esther, Marisol, Guillermo y Carlos era largo, ellos salieron a las diez de la mañana. Como si estuviéramos en la explanada de Tlamacas, los vimos partir con sus mochilas llenas, siguiendo una línea horizontal por encima del bosque, su primer objetivo era llegar al camino de terracería que bordea el Nevado, aparecían y desaparecían de nuestra vista según las ondulaciones del terreno. Un poco después nos reunimos los que quedábamos para la plática de Manuel sobre Primeros auxilios. Básicamente consistió en mostrarnos y explicarnos los usos de dos botiquines, el primero de ellos ocupaba un maletín especial y era más completo, recomendado para los Campamentos base. Entre otras cosas, nos enseñó el material para coser heridas, el suero antiofídico y qué hacer ante una mordedura de cascabel u otra serpiente. El segundo, muy pequeño, estaba en un estuche transparente, similar al de los lápices escolares, era el botiquín de asalto, contenía unas cuantas pastillas de ibuprofeno para dolores de cabeza, una ampolleta de dolac para casos de traumatismos y su correspondiente jeringa, también había antidiarreicos y antiinflamatorios, unas gazas, venditas adhesivas, y merthiolate en crema. Manuel nos estaba hablando de los cuidados de higiene cuando me distraje a causa del canto de un par de hermosos gorriones montés, su color negro que se extiende desde la cabeza y a lo largo de la espalda contrasta con sus líneas blancas en la corona y el amarillo brillante del pecho. Pasaban de una rama a otra sin importarles nuestra presencia o como si se preguntaran: ¿Qué hacíamos nosotros en su bosque?
Me pareció muy interesante la explicación de Manuel sobre el mal de montaña aplicado a las alturas de México. Nos dijo que en los pulmones se lleva a cabo el intercambio de captación de oxígeno atmosférico desechando el dióxido de carbono, este proceso mantiene con energía a todo el organismo mediante la circulación de la sangre y sus nutrientes, la cual es bombeada por el corazón. En el mal de altura suelen intervenir dos factores que provocan el padecimiento: a mayor altura, sobre todo a partir de los tres mil metros sobre el nivel del mar, el oxígeno empieza a disminuir, lo que hace más pobre la sangre; por otra parte, debido al esfuerzo corporal al ascender una montaña el corazón bombea la sangre mucho más deprisa, es cuando nuestro ritmo respiratorio y cardíaco sufren una fuerte aceleración. Estos dos factores: menos oxígeno y aceleración del corazón, impiden que los pulmones puedan realizar adecuadamente el proceso de oxigenación, creando un círculo vicioso que provoca que el organismo tenga cada vez menos sangre oxigenada y menos energía. Este problema también afecta al aparato digestivo. El organismo concentra su atención en regular el sistema cardiovascular en detrimento de los procesos digestivos, ante esta situación anómala el aparato digestivo reacciona por medio de náuseas, lo que muchas veces deriva en vómito. Todos estos padecimientos, en conjunto, pueden producir fuertes dolores de cabeza o, en casos extremos, propensión al desvanecimiento. La afección del mal de montaña depende de cada persona, de su resistencia física, del nivel de aclimatación que tenga, del ritmo respiratorio adecuado al hacer el esfuerzo físico, de la hidratación, del tipo de alimentación y de la capacidad orgánica de cada quién; en este último punto, nos comentaba, hay personas que, aunque cuiden todo lo anterior e incluso después de varias excursiones, siguen presentando los síntomas de ese mal. En grandes altitudes el mal de montaña puede provocar edema pulmonar o edema cerebral que en algunos casos es fatal.
Ese día comimos más temprano, en el ambiente se notaba que éramos menos y que nuestra estancia en aquel acogedor campamento base estaba llegando a su fin. Solamente quedaba en pié la tienda de campaña más amplia, donde dormiríamos los tres que pasaríamos ahí la última noche. El grupo de Efraín estaba terminando de arreglar sus mochilas pues querían llegar con suficiente luz al collado para instalar su campamento. Paco me preguntó si no quería acompañarlo a observar con más detenimiento las paredes norte del Cerro Prieto; él las había visto en el ascenso del primer día y quería hacer unos bocetos. Como la primera parte del trayecto era común, acompañamos al grupo hasta el inicio del tumbaburros, ahí nos despedimos y les deseamos buena suerte. Desde ese lugar Paco y yo comenzamos el descenso recorriendo el farallón, poco a poco sus paredes van ganando en altura. Nos detuvimos en un rellano que ofrecía una buena panorámica de la pared. –¡Es excelente!, me dijo Paco, ¿No te importa si estoy un rato dibujando? –Claro que no, yo quiero observa las posibles rutas de escalada. Paco sacó de su mochila una libreta y un estuche de lápices y encontró una piedra en donde sentarse. Comenzó a dibujar.
Las paredes del Cerro Prieto tienen un gran encanto, muy verticales, con pocos balcones, pero con muchas fisuras y rugosidades. El color de la roca volcánica es más claro, del tipo andesita. Gracias a la humedad, a la oxidación y a los líquenes se han formado diversas figuras caprichosas que recorren distintas partes de aquellas paredes en tonos marrón, amarillo y bermejo. La cañada que se forma entre las paredes y las múltiples pendientes que se suceden le da un aire apacible y melancólico. Como casi siempre lo hago en mis excursiones, mi imaginación comenzó a concebir distintas rutas de escalada, lo que me llevó a revisar diversas líneas ascendentes, posibles agarres y puntos de anclaje; en ese ejercicio me topo con tramos de roca más lisa o con menos apoyos y entonces busco otra alternativa. Para mí el mundo de las montañas es un oasis, mi vida se ha ligado profundamente con todo el universo de experiencias que me ofrece.
Paco me enseñó sus bocetos, me impresionó la forma en que, con los distintos tonos de gris de sus lápices, había recogido muy bien la atmósfera de aquel lugar: la pared que se alza majestuosa entre pinos y rocas más bajas, o un tronco caído pero lleno de vida en medio de la cañada. Le pregunté por el origen de su facilidad para dibujar. –Desde chico me gustó la caligrafía, en una navidad me regalaron un libro de caligrafía artística y a través de ese libro aprendí muchas cosas; después, una señora amiga de la familia, a la que cariñosamente le decimos tía y que es dueña de una pequeña imprenta, me ha conseguido distintos trabajos para rotular invitaciones para bodas o ceremonias formales. Con esos simples encargos he ganado dinero para comprarme material de pintura y enmarcar algunas de mis pinturas. Estoy muy contento porque ya me aceptaron en la academia de San Carlos para estudiar artes plásticas.
Le pregunté qué tanto le gustaba pintar o dibujar montañas. –Es uno de los motivos que más me gusta pintar, por eso participo en las excursiones que organiza el grupo. Soy un gran admirador de los paisajistas mexicanos, en especial del estilo del Dr. Atl, de la fuerza de sus colores. ¿Conoces, me preguntó, los poemas en prosa que escribió sobre el Popocatépetl? –No. No sabía que también escribiera. –Sí, me dijo, tienen una gran sensibilidad y plasticidad. Para el Dr. Atl las montañas son sinfonías de piedra y nieve, con armonías tocadas por el viento y la naturaleza que recorre en su andar. Pienso que esa fuerza poética la plasma en sus pinturas.
De estas y otras cosas conversamos de camino a nuestro campamento. Miguel, que amablemente se había ofrecido para quedarse de guardia mientras nosotros íbamos al farallón, estaba terminando de preparar su mochila para el ascenso. Mientras cenábamos me comentaron cosas que no sabía de Guillermo y aquel grupo. El papá de Guillermo fue el iniciador. El señor había pertenecido a un club andino en Chile durante los años que vivió en aquel país, había hecho muchas ascensiones en todo Sudamérica, incluidos el Aconcagua y el Huascarán. Años después, ya con familia y de regreso en México, inculcó el gusto en su hijo y organizó aquel grupo de montaña. Lamentablemente el señor había falleció de cáncer. Con ocasión del tercer aniversario de su muerte organizaron una misa en La Joya, en el Iztaccíhuatl, y colocaron una placa conmemorativa en el Segundo Portillo. Guillermo y Esther se conocieron por medio de un amigo común que la invitaba a las excursiones; ella poseía una gran flexibilidad y agilidad para escalar roca, además de una enorme capacidad organizativa. De luna de miel se fueron a escalar a Perú.
Estaba soñando cuando Miguel me despertó. Aunque por un instante quise sumergirme de nuevo en mi sueño volvía a escuchar su voz. Eran las cinco de la mañana y teníamos que comenzar los últimos preparativos para nuestra ascensión. No era una tarea fácil. Casi cualquier cosa que requiera habilidad con los dedos se torna muy lenta y complicada por el frío que entumece las manos y por la escasa luz que proporcionan las linternas. Por otra parte, los movimientos son complicados estando tres personas en el espacio reducido de la tienda; sin embargo, no era recomendable salir a la intemperie sin haberse vestido adecuadamente. Lo último que hicimos antes de salir fue ponernos las botas en la entrada de la tienda para evitar maltratarla. Lo que en nuestras casas en la ciudad podría llevarnos quince minutos, ahí nos tomó el triple de tiempo. Comimos algo muy ligero, unos trozos de manzanas deshidratadas, unas pasas y un poco de agua. Nos pusimos el arnés y las mochilas, tomamos los piolets, nos despedimos de Paco, que había permanecido en una esquina para no estorbarnos, y comenzamos nuestro ascenso a la cumbre.
Aunque todavía no había amanecido, la primera parte de la ruta ya la conocíamos bien, era la parte baja de la morrena que conduce a la cañada la cual ya habíamos atravesado un par de ocasiones en dirección al tumbaburros. Caminábamos en silencio, cada uno metido en sus pensamientos. El haz de luz de nuestras linternas alumbraba solamente nuestros siguientes pasos: las rocas que teníamos por delante o los últimos matorrales que había que sortear. El cielo estaba estrellado y con un ligero viento, la cresta superior de la montaña se dibujaba negra en el cielo y detrás de nosotros solamente se distinguían a lo lejos las luces de algunos poblados. Los temores que preceden a una ascensión se diluyen con los primeros pasos, tal vez gracias a la actividad y a la concentración que exige cada momento. Nuestra ruta a la cima comenzaba al pasar la cañada, pues en lugar de subir perpendicularmente hacia el tumbaburros había que encontrar un pequeño camino que recorre paralelamente la cañada, unos veinte metros por encima de ésta. Un poco después de haber pasado la cañada nos paramos unos momentos para dialogar acerca del camino, al parecer no lo habíamos tomado, aunque era clara la línea imaginaria que teníamos que recorrer hasta llegar a la entrada del embudo. La arena por la que caminábamos estaba muy dura por el frío, lo que nos obligaba a tener mucho cuidado para no pisar alguna piedra suelta y rodar con ella hacia abajo. No obstante, decidimos seguir nuestra línea imaginaria durante el poco tiempo que nos quedaba sin luz.
Un poco después del amanecer pudimos observar el camino, estaba por debajo de donde nos encontrábamos, por lo que fue fácil llegar a él. El frío se hacía sentir en toda su intensidad, especialmente en las manos y en la cara, aunque afortunadamente estábamos protegidos del viento. Aquel sendero se hacía cada vez más empinado pues estábamos por entrar en la parte baja del embudo. Nos detuvimos nuevamente para dialogar sobre el mejor lugar para ponernos los crampones. Aunque todavía faltaba para llegar a las primeras lenguas de nieve, más arriba sería complicado colocarnos los crampones debido a la fuerte pendiente. Acordamos hacerlo junto a una roca que se observaba un centenar de pasos más adelante.
Llegamos a la roca pactada. Sacamos los crampones y aseguramos las mochilas por detrás de la roca. En la posición incómoda en la que nos encontrábamos el proceso sujetar los crampones se volvió lento y delicado: pasar la cinta de nylon por los arillos adecuados, comprobar que quedaran bien ajustados a las botas, hacer un buen amarre para evitar que cuelguen las cintas sobrantes, ponerse nuevamente las polainas para evitar que la arena y la nieve se introduzcan en las botas. Teniendo en cuenta que nos esperaba una pendiente con fuerte inclinación no debíamos tener margen de error, ya que es muy difícil y riesgoso hacer cualquier ajuste una vez introducimos en la pendiente. Aprovechamos también para beber y compartí con Miguel una de mis bolsitas con la mezcla de la casa. Finalmente nos encordamos; como no sabíamos el estado de la nieve habíamos convenido hacerlo por si era necesario asegurarnos con clavijas de hielo, cada uno llevaba dos; también porque parte de los objetivos de aquella excursión era poder practicar algunas técnicas de aseguramiento.
Después de casi una hora detenidos en aquella roca y de comprobar que todo estuviera bien continuamos nuestro ascenso. El embudo está formado por las laderas que descienden abruptamente de la cresta superior del volcán y las de la larga cresta que conecta con el Cerro Prieto. Aunque no se trata de un glaciar, su vista es sobrecogedora pues pareciera que se trata de una enorme pared de nieve y arena. Al llegar a la primera lengua de nieve pudimos comprobar que la nieve estaba en buen estado, dura y rugosa, los crampones penetraban sin dificultad. A diferencia del tumbaburros, en esta superficie cada paso es un paso firme hacia arriba. El ritmo de nuestro ascenso estaba marcado por el zigzag que hacíamos en la nieve: veinte pasos en diagonal a la derecha y después veinte pasos en diagonal a la izquierda. Unos momentos para recuperar la respiración para después comenzar con un nuevo conteo. El último tercio del embudo era la parte más empinada y la nieve estaba más dura. Decidimos entonces asegurarnos escalonadamente, coloqué un tornillo de hielo y Miguel comenzó a subir los treinta metros de nuestra cuerda, siempre en forma de zigzag. Después de eso él colocó otro tornillo, yo quité el mío y subí sesenta metros, los treinta que me separaban de él más otros treinta por encima de donde se encontraba. Nuestros pequeños descansos los hicimos mientras colocamos o quitamos los tornillos. La nieve seguía ideal para subir y la cresta final ya se veía próxima. En nuestros rostros se reflejaba el optimismo y satisfacción por aquel hermoso ascenso. El primero en llegar a la cresta del cráter fue Miguel, me saludó con los brazos extendidos y alzando su piolet. Poco después llegué yo. La cresta nos recibía con un fuerte viento, pero eso no impedía contemplar el extraordinario panorama que teníamos ante nosotros.
Lo más llamativo son los dos lagos en el fondo del cráter, de un bello azul puro, separados por el domo del volcán. El lago Sol es el más grande, parece recibir gran parte de las laderas que descienden de la cresta semicircular del cráter. El lago Luna está situado en la parte abierta del cráter. En esa dirección, muy al sur, podían distinguirse el Popocatépetl y el Iztaccíhuatl. Además del domo y los dos lagos hay una planicie marcada por diversos caminos. Como si fueran unas pequeñas hormigas veíamos algunas personas que caminaban por ellos y otros que comenzaban su ascenso por una de las laderas. También desde donde estábamos podíamos observar parte de la cresta rocosa que conduce al Pico del Águila, por donde seguramente venían Esther y Carlos. En la dirección opuesta estaba nuestro último tramo hasta la cumbre, una arista de nieve y rocas.
Seguíamos contemplando ese maravilloso paisaje cuando escuchamos las voces de nuestros tres compañeros que descendían del Pico del Fraile. Aparecieron detrás de unas rocas de la arista somital. Se les notaba una gran alegría en sus rostros. Los abrazamos y felicitamos, ellos por su parte nos dieron ánimo y felicitaciones anticipadas. Efraín nos comentó que desde la cumbre pudieron ver a Esther y Carlos que ya habían descendido las paredes del Pico del Águila. No podíamos quedarnos mucho tiempo juntos pues el viento seguía soplando con fuerza. Seguimos nuestra marcha hacia la cumbre. Atravesemos un rellano sin nieve compuesto de lajas sueltas para continuar subiendo por una hermosa arista. En el lado derecho de la arista, hacia el poniente, hay unas rocas que son la parte superior de unos profundos barrancos. Del lado izquierdo se encuentra una fuerte pendiente de nieve, arena y rocas que desciende hasta la base del cráter donde están los lagos. Aunque parece que esa arista conduce directamente hasta la cumbre en realidad esconde un último tramo rocoso. Esa última parte de la ruta es delicada, pues tiene algunos pasos que están justo en el filo de las paredes que caen decenas de metros. Sin embargo, a pesar de su gran tamaño, las rocas no representan mayor dificultad técnica para atravesarlas. Finalmente, la última gran roca es la cumbre. ¡Habíamos llegado! Una vez que estuvimos juntos nos dimos un abrazo rebosante de alegría. No solamente estábamos en la cumbre sino habíamos realizado una ascensión excepcional, tanto por la belleza de la ruta y el paisaje, como también por el ritmo y buen entendimiento que habíamos tenido. No habían sido necesarias muchas palabras entre nosotros para conformar una sólida cordada. A pesar de que el viento seguía incomodándonos, nos entretuvimos contemplando una vez más cada una de las partes de ese fabuloso paisaje. También nosotros pudimos ver desde ahí a Esther y Carlos, ya no estaban muy lejos de del collado por donde habíamos llegado al cráter. Ellos también nos vieron y nos saludamos a la distancia. De nuestras mochilas sacamos agua y algo de comer. Miguel me ofreció unas galletas y yo, por mi parte, lo que quedaba de la mezcla de la casa y unos chocolates con cajeta. –Ahora sí nos merecemos un banquete, me dijo sonriendo.
Después de una media hora de estancia en la cumbre comenzamos nuestro descenso. Antes de partir saqué una canica que llevaba conmigo y la introduje en una de las grietas que se forman en las rocas de la cumbre. Tiempo atrás había comenzado esa costumbre para recordar a uno de mis hermanos que falleció siendo aún un niño. Como si se tratara de una secuencia planificada, nos encontramos con Esther y Carlos en el mismo lugar en que lo habíamos hecho con el otro grupo. Venían muy contentos de su hazaña. Después de las debidas felicitaciones nos separamos pues a ellos todavía les faltaba la segunda cumbre. Descendimos por la larga cresta que conduce al Cerro Prieto, la cual es interrumpida en distintos tramos por paredes de roca, algunas de ellas las pasamos por su parte alta y otras las sorteamos en su parte inferior. Cuando vimos que ya no era necesario seguir encordados guardamos la cuerda. En el último tramo del descenso comenzamos una agradable conversación. Miguel quería saber más de la Huasteca Potosina y de mi ascensión al Pico de Orizaba, él me habló de unas escaladas que había efectuado en la Peña Bernal y en los peñones de Chalcatzingo. Aunque comenzamos hablando de montañas y escaladas, nuestra conversación derivó hacia las ruinas arqueológicas prehispánicas. Gracias a la familia de su novia él había adquirido el gusto por la historia de esas culturas. Me comentó que en diciembre había estado en las ruinas de Palenque, de cómo era sorprendente recorrer esa gran ciudad maya en gran parte oculta por una selva exuberante. El papá de su novia había mostrado gran interés por nuestra excursión, le había comentado que el Nevado de Toluca también recibe el nombre de Chicnauhtécatl, que en náhuatl significa «Nueve Cerros». Si bien las montañas tenían un especial significado en la cosmovisión religiosa de las antiguas culturas mesoamericanas, el Chicnauhtécatl era doblemente especial por sus lagunas, pues en ellas rendían culto a Tlaloc y a las deidades asociadas al buen clima, a las cosechas y la fertilidad. Por estos motivos, el Chicnauhtécatl se convirtió en un lugar ceremonial y en la profundidad de sus aguas se han encontrado muchos objetos ceremoniales de los antiguos pobladores del Valle de Toluca.
Cuando llegamos a lo que había sido nuestro campamento base había gran alegría por aquella jornada memorable. Una vez más se sucedieron los abrazos y las felicitaciones. Ya estaba todo dispuesto para dejar aquel lugar. Marisol y Guillermo habían regresado. Esperamos una hora más hasta la llegada de Esther y Carlos. Mientras comíamos lo poco que aún nos quedaba cada quien comentó algo de su recorrido. Había tanto de que hablar que era difícil expresar todo el cúmulo de emociones y experiencia en unos cuantos minutos. Eran las cuatro en punto de la tarde cuando ya todos juntos comenzamos nuestro último descenso, como una pequeña caravana de nómadas recorrimos el sendero. Tuvimos suerte al llegar al camino principal de terracería, un lugareño nos llevó en la parte trasera de su camioneta hasta la carretera donde pasan los autobuses; sin embargo, fue imposible tomar un autobús que tuviera espacio para todos nosotros. Se acercaban los días santos y los autobuses venían llenos. Como comenzaba a obscurecer, finalmente decidimos separarnos e irnos en pequeños grupos, pues los autobuses que paraban nos decían que podían subir dos o tres personas. Como algunos llegaban hasta la Ciudad de México ya no nos veríamos; por eso, antes de que se fuera el primer grupo Guillermo nos felicitó nuevamente y propuso que nos reuniéramos después de Semana Santa para celebrar nuestro éxito, ver las fotografías que habían tomado Marisol y Roberto y, ¿por qué no?, planear la siguiente excursión.
Fotografías:
° Luis Guerrero Martínez
° Juan Manuel Guerrero