DR. LUIS GUERRERO MARTÍNEZ
CHOLULA
PEÑA BERNAL
LOS CABOS
CALAKMUL
TEPEPAN- PUEBLO
AVENIDA INSURGENTES
TEOTIHUACAN
POPOCATÉPETL E IZTACCÍHUATL
AMACUILÉCATL
CERRO DE XOCHITEPEC
IZTACCÍHUATL
DÍA DE MUERTOS
NEVADO DE TOLUCA
LA CABEZA Y TEYOTL
LA SIERRA DEL AJUSCO
IZTACCÍHUATL MAJESTUOSO
Ascensión a La Cabeza del Iztaccíhuatl y al Teyotl
1992

“Las montañas son un mundo aparte. En el límite de la tierra de los hombres, erguido en la cumbre que embrujó sus noches, el joven alpinista yergue su cuerpo y su corazón, su alma y sus sueños. Una región de nieves y rocas se extiende delante de él hasta perderse de vista, en medio del silencio y del misterio del infinito. Contempla el grandioso panorama, mientras brota en su interior una dicha que no conocía, pero cuya necesidad presentía. Y aunque las nubes y las brumas cubren las tierras de los demás, se hace suyo aquel reino por unos instantes: es un reino que siempre volverá a buscar. Victoria sobre la tierra, victoria sobre sí mismo, una merecida recompensa a su esfuerzo”.

Gaston Rébufat
Mapa zona cabeza Iztaccíhuatl
Nuevos horizontes que conquistar
Con paciencia y perseverancia se llega a admirar y luego a conquistar
Mahatma Gandhi

Hace unos meses, Gregorio y yo hicimos una muy buena ascensión al Iztaccíhuatl por el glaciar de Ayoloco. Ya en El Pecho, recorrimos su enorme glaciar hasta llegar al borde norte desde donde podíamos observar La Cabeza de la mujer dormida. Como si se tratara de la parte superior de un gigantesco barquillo de helado, su base circular es una gran muralla rocosa y la parte superior tiene la forma de media esfera de nieve. Él no la había escalado y yo tenía ganas de regresar, por lo que, de forma muy natural, mientras contemplábamos aquel paisaje acordamos su ascensión.

Pasó la época más fuerte de lluvias en nuestro verano mexicano y finalmente decidimos emprender un proyecto muy atractivo para nosotros, escalar dos cumbres: La Cabeza y el Teyotl. La zona del Teyotl es una de las más espectaculares que tiene nuestra alta montaña, su paisaje combina un conjunto de cumbres, glaciares, paredes, junto con un bosque alto con gran encanto, la entrada a esa zona es por un hermoso valle llamado Llano Grande el Alto, que bien podría ser rebautizado como valle de la tranquilidad. Gregorio y yo decidimos arreglar nuestras ocupaciones laborales para poder hacer la excursión a la mitad de la semana, queríamos asegurarnos de que podríamos contar con espacio para dormir en el albergue que hay en la zona, eso nos permitía no tener que cargar con la tienda de campaña y poder llevar más alimentos, pues nuestra intención era estar tres o incluso cuatro días en la montaña.

Llegar al pueblo de San Rafael es una experiencia muy especial. Con sus más de 2,500 msnm, San Rafael es un pueblo distinto a la gran mayoría de los que se encuentran en las faldas de las montañas en México. Tiene una buena presencia arquitectónica que es coronada con los bellos paisajes boscosos del Iztaccíhuatl. La Fábrica de papel San Rafael que se encuentra en el corazón de ese lugar se ha convertido, durante casi un siglo, en el punto central de su desarrollo. En la época del porfiriato, el hijo de Porfirio Díaz se unió al grupo de inversionistas, muchos de ellos franceses, en la creación de la Compañía papelera San Rafael, llegando a ser una de las principales industrias papeleras del mundo. En buena medida, este es el origen de su arquitectura afrancesada. Por la carretera de acceso, que es la calle principal del pueblo, se pueden observar diversas edificaciones de piedra y ladrillo, algunas de ellas con frisos que decoran las ventanas, las puertas o las partes superiores. Muchas tienen techos a dos aguas que le da un cierto aire europeo.

Como en otras ocasiones, atravesamos San Rafael hasta llegar a la casa de don Jorge. Lo conocí de forma casual hace varios años, él estaba afuera de su terreno y unos amigos y yo estábamos buscando un lugar seguro para dejar el auto y poder subir con tranquilidad el Iztaccíhuatl. En aquella ocasión, después de acordar una gratificación económica metimos el auto al amplio terreno en el que estaba su casa. Dos días después, a nuestro regreso, con el cansancio a cuestas, doña Isabel, su esposa, nos ofreció darnos de comer en una pequeña terraza construida en la parte superior de su casa. Sentados a la mesa podíamos contemplar la zona boscosa de donde veníamos; en la parte de abajo sus nietos jugaban entre las gallinas y borregos que había en el terreno. Desde aquel día era frecuente llegar a su casa para comer, no faltaban en esas comidas las deliciosas tortillas de maíz hechas a mano. La mayoría de las veces, mientras comíamos, don Jorge nos contaba alguna de sus historias, él había sido muchos años guardia forestal de la fábrica de papel y conocía muy bien toda la zona del Iztaccíhuatl donde la papelera tenía permiso para talar el bosque. Sus historias de montaña eran muy variadas; desde luego, para nosotros tenían prioridad las de montañismo. A él y a sus compañeros les había tocado ayudar a rescatar a diversos alpinistas que se habían accidentado. Uno de los más trágicos que recordaba era un accidente en la ruta directa a El Pecho del Iztaccíhuatl, por el lado de Chalchopan. Dos cordadas estaban atravesando un embudo que se forma entre los farallones rocosos que están muy cerca de la cima, desafortunadamente un alpinista se resbaló llevándose con él a su compañero. Cuando don Jorge y otro guardabosques, que se encontraban cerca de Los Yautepemes, llegaron a donde estaban, uno de los alpinistas ya había fallecido, el otro tenía una pierna fracturada, aunque se encontraba consciente; estaban esperando ayuda y una camilla para bajar al herido, sin embargo, no llevaban mucho tiempo de espera cuando el montañista se desvaneció y falleció. En otra ocasión le tocó, junto con otros dos compañeros, perseguir a un delincuente que se había internado en la montaña creyendo que de esa forma podría escapar de sus perseguidores, pero el delincuente no consideró que los guardabosques tenían un perfecto conocimiento de todos los parajes y posibles escondites; unas horas después, con escopetas en mano y llenos de satisfacción entregaron al delincuente a la policía de Río Frío, lo habían encontrado cerca de la Cañada de las golondrinas. También a don Jorge le gusta contarnos la habilidad que tenían para cazar animales de campo: conejos, ardillas, codornices y reconocer los hongos comestibles, pues muchas veces era de lo que vivían durante los periodos de guardia que tenían que hacer. Uno de sus colegas, el güero, encargado de la cabaña de Nexcolango, era famoso por la sopa de hongos que preparaba y de la cual yo había disfrutado varias veces. También don Jorge y sus compañeros hurgaban en los viejos troncos caídos, para encontrar gusanos de madera para hacerse, al comal, unos tacos con tortillas de maíz.

Con la buena hospitalidad de siempre, doña Isabel nos preparó a Gregorio y a mí un delicioso almuerzo acompañado de unas buenas tazas de café con leche. Aquel día don Jorge estaba preocupado. Había mucha incertidumbre en San Rafael por el futuro de la fábrica. Estaba por vencerse la concesión de un siglo para la tala planificada del bosque, el sindicato de los trabajadores había endurecido su postura laboral ante los directivos, además había varios signos de desinterés en los actuales inversionistas.

-Antes, comentó, la fábrica era una joya que todos cuidábamos. En cambio, ahora parece un moribundo sin familia.

Parte de su angustia se debía a que dos de sus hijos trabajaban en la fábrica, además de que un porcentaje de su pensión también provenía de ella. Aunque nos apenaba mucho esa situación, no sabíamos qué decirle, solamente que lo lamentábamos y que esperábamos que esos problemas fueran mejorando. Posiblemente doña Isabel se dio cuenta de aquella situación y comenzó, de forma animada, a comentarnos que en octubre una de sus nietas cumpliría quince años, quería que estuviéramos presentes en la celebración. Nos dijo que la tradición en San Rafael para esos acontecimientos era muy especial y debíamos hacer un esfuerzo por acompañarlos. Ya habíamos estado en la fiesta patronal en octubre y sabíamos del gran ambiente festivo que se vive aquellos días. Le contestamos que haríamos todo lo posible y que seguramente nos veríamos aquel día. Nos despedimos de ambos, pues teníamos una jornada larga por delante. Había que comprar algunos víveres que aún nos faltaban. Regresamos a la parte más céntrica de San Rafael para hacer nuestras compras.

Después de las compras emprendimos el recorrido hasta Llano Grande. Los aproximadamente 15 kilómetros de terracería son por un tupido bosque de la zona media del Iztaccíhuatl. El camino es más propicio para un Jeep o una Pickup, pero como ya lo habíamos hecho en muchas ocasiones, ahí íbamos en nuestro pequeño Austin. Aunque ya habían pasado sus mejores momentos y le costaba subir las pendientes, me sentía muy seguro y contento en mi antiguo auto inglés. ¡Fabuloso Austin Cambridge! ¡De cuántas aventuras de montaña has sido testigo!

Mi tío Antonio trabaja en la General Motors y sabía que mi familia estaba buscando un coche de segunda mano en buenas condiciones. Un día sonó el teléfono de la casa, era mi tío para decirnos que había una buena oportunidad, un cliente había comprado un coche nuevo y había dejado en la agencia su Austin Cambridge Farina para que se vendiera, el precio que le habían asignado no era tan elevado, además tenía poco kilometraje para su edad. Mi tío conocía al dueño y sabía que había cuidado muy bien su auto. Así es como adquirimos nuestro Austin. Haciendo honor a su origen tenía un atractivo color verde británico. No era deportivo ni de lujo, pero estaba muy bien conservado y con muchos detalles de un auto fino. Mis hermanos y yo lo usábamos para ir a la universidad, a las reuniones con amigos, a las fiestas o al trabajo, pero también muchos fines de semana era nuestro transporte para ir a las montañas. Con él fuimos muchas veces al pueblo del Ajusco, al Chico, al Popo y al Izta, a Perote, e incluso a Tlachichuca para ir al Citlaltépetl. En general era un auto muy fiel que respondía bien en las terracerías y, aunque lento, podía subir pendientes medianamente pronunciadas. Pero también nuestro Austin nos hizo pasar momentos de angustia. En una ocasión se le rompió la banda del radiador antes de llegar a Trancas, tuvimos que dejarlo ahí durante una semana para regresar con la banda nueva y un mecánico que pudiera colocarla. En otra ocasión se pinchó una llanta en medio de un gran aguacero en una terracería del Ajusco, cerca del Valle de la Cantimplora, con la mala suerte que, cuando maniobrábamos el gato, en lugar de que el Austin subiera el gato se enterraba en el lodazal. Tiempo después, al bajar por la carretera de Paso de Cortés fallaron los platinos, afortunadamente ya estábamos en la parte final de la bajada; cansados, con sueño y a media noche, tuvimos que encontrar un mecánico en las inmediaciones de Amecameca para que arreglara el desperfecto. No obstante esos problemas, también en la montaña nuestro Austin se rejuvenece. Un verano, al comenzar las lluvias, el sistema eléctrico de las plumas de los limpiaparabrisas dejó de funcionar, llevé el auto a un taller, el diagnóstico que me dieron era que ya no servía el motor del sistema debido a un corto, por lo que había que cambiarlo; como el precio era muy elevado no podía darme ese lujo, sin embargo, un par de semanas después salimos con nuestro Austin a la montaña, y para nuestra grata sorpresa, al pasar un bache en el camino comenzaron a funcionar los limpiaparabrisas. Recordando a los antepasados del dueño de aquel taller que me quería estafar, le di una palmadita al tablero de nuestro querido Austin.

Iztaccíhuatl Cabeza y Yautepemes
Llano Grande el Alto y un encuentro inesperado
Subo hasta allí arriba para aprender,
para conversar con los hombres, el viento,
las montañas, la lejanía. Y lo que yo sé, lo sé de ellos.
Reinhold Messner

Llegamos a Llano Grande el Alto a las 4 de la tarde, atravesamos todo el valle para dejar el Austin en un lugar discreto. Este amplio valle de montaña, situado a 3,700 msnm, está rodeado de un bosque de coníferas y oyameles con una espectacular panorámica de La Cabeza del Iztaccíhuatl y del Teyotl. Desde hace 20 años ha sido un lugar frecuentado por mí y mis compañeros de excursiones. En ocasiones, como ahora, es solamente un lugar de paso en la ruta para alguna ascensión o recorrido. De aquí partí para mi primera ascensión a El Pecho del Iztaccíhuatl por La Arista de la Luz. Varias veces he ido desde aquí al Teyotl o a escalar el Solitario. En otra ocasión pasé por este valle como parte de un largo y bello recorrido del pueblo de San Rafael al pueblo de Río Frío. También he estado en este valle como lugar de destino: En 1986 organizamos un campamento para observar el Cometa Halley ayudados del telescopio de un amigo. Hace dos años acampamos aquí para volar aviones de control remoto. Aunque debido a la altitud costó trabajo calibrar los motores, finalmente logramos que dos de ellos hicieran recorridos por los aires de todo el valle. Esa vez también trajimos dos perros dálmatas, estaban a sus anchas corriendo por distintas partes de este encantador lugar. Recuerdo que en uno de esos campamentos presencié un amanecer único: con los primeros rayos de sol todo el valle se revistió de escarcha; aunque este fenómeno es común, en aquella ocasión, por el efecto de las nubes y los rayos que pasaban entre ellas, durante unos pocos minutos se hizo un juego de luces con cambio de tonalidades: blancas, amarillas, rojizas y grises.

Gregorio y yo terminamos de preparar nuestras mochilas con las últimas cosas que habíamos comprado en San Rafael. Antes de comenzar nuestra caminata al refugio disfrutamos dos peras que había traído. Como siempre, el recorrido desde Llano Grande hasta el refugio del Teyotl es una de las experiencias más bellas y apacibles que pueden encontrarse en nuestras montañas mexicanas. Al amplio valle le sigue un bosque que asciende progresivamente hacia el collado que separa el Iztaccíhuatl del Teyotl. La vista durante todo el recorrido es espectacular, teníamos delante de nosotros, a derecha e izquierda, nuestros dos objetivos para esos días. Hacia el oeste podíamos observar La Cabeza del Iztaccíhuatl, con sus grandes paredes y los corredores de nieve que la llenan de encanto y severidad. También al oeste, en un primer plano se distinguen las altas formaciones rocosas de El Solitario y, cuando el ángulo lo permite, Los Yautepemes. Del otro lado, hacia el oriente se encuentra la larga cadena de paredes y laderas que conforman el Teyotl. Otro aspecto distintivo de este recorrido es el pastizal de alta montaña, con su color amarillento y dorado en la época de sequía y más verde en esta época del año; el pastizal es parte fundamental de la ambientación alpina, muy diferente a la vegetación del bosque bajo de nuestras montañas. Una de las principales diferencias es que en este pastizal es posible caminar a través de él sin necesidad de un sendero, algo que resulta casi imposible en la parte baja de la montaña.

Durante el recorrido estábamos, cada uno, en sus propios pensamientos y tomando un ritmo de respiración acorde a nuestro ascenso. Solamente se escuchaban algunas ráfagas de viento que venían del collado y que se hacían más sonoras al pasar entre las ramas de los árboles, también se escuchaba el trinar de los pájaros que volaban de un lugar a otro. Recuerdo con agrado que la primera vez que estuve aquí, durante un tramo del ascenso nos acompañó el sonido que hacía un pájaro carpintero al laborar en alguno de los árboles cercanos. Hacia el final del bosque el terreno se inclina más, se trata de un circo de montaña conformado por las laderas rocosas del Teyotl, La Cabeza del Iztaccíhuatl y el collado que une ambas montañas. Poco a poco comienza a emerger un universo de rocas de todos tamaños, en las tonalidades oscuras propias de la geología volcánica de nuestros grandes volcanes mexicanos. Se trata de una espléndida morrena rocosa originada por los sedimentos y las incontables rocas que se han desprendido durante miles de años de las enormes paredes que encierran ese lugar. Al contemplar ese paisaje cobra todo su sentido el nombre Teyotl, que en náhuatl significa "Donde nacen las piedras".

El cielo se encontraba medianamente nuboso, aunque, al menos esa tarde, no parecía haber peligro de mal tiempo. Conforme nos internamos en la morrena, poco a poco, la luz del día estaba cediendo al ocaso. De pronto escuchamos un estruendo rocoso procedente de las paredes de La Cabeza, la fuerza de ese sonido y el eco producido provocaron en nosotros un sentimiento sobrecogedor. Poco antes de las 7 de la noche llegamos al refugio Teyotl que se encuentra a una altura de 4,500 msnm; como la mayoría de los refugios fue construido por el Grupo de los Cien, éste en la década de los 50’s.

Al abrir el refugio encontramos un grupo de tres alpinistas extranjeros, dos polacos y un americano. Aunque al principio los saludos fueron educados pero distantes, después de un rato la conversación se volvió muy amena. Con inglés pausado y con buena voluntad, muy pronto descubrimos que era una cordada de alpinistas muy fuerte, los polacos habían participado en expediciones al Himalaya y, uno de ellos, el que no parecía tan corpulento, había llegado a la cima del Kangchenjunga y al Annapurna. Los tres formarían el próximo año una expedición al Broad Peak en el Karakorum. Tom, el americano, había estado en el Collado Sur del Everest, pero por un problema con sus ojos, que se habían visto afectados por una fisura en sus gogles, tuvo que renunciar a su intento por llegar a la cumbre. Tom ya había estado en varias ocasiones en los volcanes mexicanos, pero sería su primera ascensión por la ruta de Glaciares Orientales. Yo estaba admirado, como un adolescente ante su deportista favorito, pues nunca había estado con alpinistas de tan alto historial en un refugio de montaña. Con sus coloridos suéteres de lana, detrás de sus barbas podía notarse la expresión de sus rostros alegres y afables.

Gregorio les preguntó por qué estaban en México subiendo el Iztaccíhuatl. Habían conseguido un patrocinio para venir a México y después a Perú para hacer varias ascensiones. El lunes habían subido el Popocatépetl por el glaciar del Ventorrillo, les había gustado la configuración de todo el recorrido desde Tlamacas y se les notaba impresionados de las dimensiones del cráter, les encantaría volver en otra ocasión para hacer la circunvalación por toda su cresta. Al día siguiente intentarían una de las rutas más difíciles del Iztaccíhuatl, una vía directa a la cima por los seracs y paredes de hielo de los Glaciares Orientales. Además, a los polacos los motivaba venir a nuestro país para poder conocer el santuario de la Virgen de Guadalupe y las pirámides de Teotihuacán. Uno de ellos comentó que el 12 de diciembre de 1981, el ejército del gobierno polaco declaró estado de guerra contra los propios ciudadanos polacos, como una reacción ante la lucha democrática que existía. Su hermano mayor fue detenido y la familia no tenía noticias de dónde podía estar. Incluso había rumores que a muchos presos políticos los estaban torturando y asesinando. Ante esa preocupación, su mamá, que era muy devota a la Virgen de Guadalupe, le pidió la protección de su hijo. Dos días después su hermano había podido escapar junto con otros compañeros, gracias a un militar que los cuidaba y que no estaba de acuerdo con el régimen. Por ese motivo tenía especial interés en venir a México, para agradecerle a la Virgen en nombre de toda la familia.

En la conversación salió a relucir la belleza del Iztaccíhuatl y lo Virgen que estaba respecto a las rutas tan trilladas de Europa y de las grandes montañas del continente asiático. La soledad que se respiraba en aquel lugar, la naturalidad de los pobladores de San Rafael y el encanto de los bosques, paredes y glaciares les parecía que encarnaban bien el verdadero ambiente alpino. Nos comentaron que nosotros teníamos paredes y rutas que son un magnífico reto de escalada y que muchos de los parajes podían convertirse en un refugio natural para salir del estrés de la vida diaria.

Uno de ellos nos preguntó qué sabíamos de los mexicanos que habían desaparecido en el Kanchenjunga años atrás. Yo había leído dos libros sobre esa expedición de 1980, uno de ellos publicado por la Universidad Autónoma de México, sobre los preparativos en diversas montañas y el proceso de selección de los alpinistas. El otro libro, Atrapados para siempre en el Yalung-Kang, contiene el diario de Alfonso Medina y diversos testimonios donde se señalan algunos problemas que antecedieron a la tragedia. Los desaparecidos eran dos jóvenes estudiantes, integrantes de la primera expedición cien por ciento mexicana al Himalaya. La versión sobre su desaparición es la del sherpa que los acompañó el último día. Hugo Saldaña llegó a la cumbre del Kanchenjunga Oeste y Alfonso Medina estaba también a muy poca distancia de la cumbre. Sin embargo, ambos estaban completamente agotados y ya con la noche encima. El sherpa tomó la decisión de regresar, pues también comenzaba a sentirse en el límite de sus fuerzas. No se sabe qué pasó con ellos: No regresaron a los campamentos superiores, el mal tiempo impidió una búsqueda más prolongada para su localización y se les dio por muertos.

También hablamos de Carlos Carsolio, a quien conocían, pues él había realizado varias expediciones y ascensiones con el equipo polaco. Carlos había conquistado junto con Jerzy Kukuczka una nueva ruta en el Nanga Parbat, también había llegado a la cumbre del Shisha Pangma en una expedición con la famosa pionera del alpinismo femenino Wanda Rutkiewicz. Ellos lo consideraban como parte de la familia polaca del alpinismo. Les comenté que yo había estado en una plática que había dado sobre sus últimas ascensiones junto con su esposa Karla y que estaban planeando abrir una empresa de conferencias y actividades de motivación y superación para empresas.

Compartimos algo de comida, nos ofrecieron un té, más parecido al ponche mexicano, con trocitos de frutas secas y un delicioso sabor dulce. Nosotros calentamos en nuestro hornillo unas quesadillas con tortillas de maíz, jamón, y queso Oaxaca, que compartimos con ellos. La cena se parecía más a una celebración que a la preparación para nuestras respectivas ascensiones, a pesar de la estrechez del lugar, estábamos pasando un tiempo muy agradable. Uno de ellos, nos dijo que el ambiente que se respiraba en nuestra improvisada tertulia, se parecía a la que muchos alpinistas polacos solían tener en un refugio de montaña en un bello lugar de los Tatra. Ahí, los montañeros contaban sus historias, se recordaban hazañas de los alpinistas y ascensiones más famosas, se soñaba con nuevas escaladas, además de cantar, reír y tomar buen vino.

Un poco después de las 10 de la noche Tom comenzó sus preparativos para meterse al sleeping, lo cual imitamos los demás. Antes de apagar las velas y linternas, uno de ellos nos obsequió una bolsita de dulces polacos, una especie de gomitas azucaradas. -"Para cuando lleguen a una de sus cumbres", nos dijo.

La noche en un refugio de alta montaña puede ser muy larga, aunque transcurran pocas horas en los relojes. Existe una extraña combinación de estados mentales y físicos durante esas horas. La altura, el miedo, la incomodidad, los ruidos, todo eso hace difícil poder dormir de forma continua, se trata más bien de un duermevela. A veces se escucha a alguien buscar algo en su mochila, prender una linterna, susurrar algo a su compañero, abrir la puerta del refugio para salir por alguna necesidad, o simplemente se siente la dureza de los tablones donde dormimos, especialmente la cabeza reclama la comodidad de la habitual cama y una buena almohada. Pero tal vez, el principal malestar sea interior, el enfrentarnos a nuestros miedos. La incertidumbre y los peligros de cualquier ascensión son algo a lo que nunca podemos acostumbrarnos, en el subconsciente de un alpinista está latente la posibilidad de un accidente mortal; el miedo que produce esta posibilidad se convierte en angustia, en una extraña incomodidad interior especialmente presente en esas horas de vigilia e inactividad. La mente busca entonces ocuparse en otras cosas, de forma inquieta pasa de un pensamiento a otro; por ejemplo, el recorrido imaginario de la ruta que tendremos que seguir, la necesidad de dormir para estar en mejores condiciones al día siguiente, un repaso mental del material dentro de la mochila, la consideración del clima, el cálculo de las horas que nos llevará la ascensión, y así muchas cosas más.

Iztaccíhuatl La Cabeza
La ascensión a La Cabeza
La victoria no es paisaje poseído desde lo alto de las montañas,
sino entrevisto desde lo alto de ellas
cuando los propios músculos lo han construido.
Carlos Rangel Plasencia

Con los primeros movimientos, a la hora pactada para despertarnos, la mente poco a poco se repone de las angustias nocturnas. La actividad es el mejor remedio para disminuir (no suprimir del todo) esa sensación interior. Gregorio y yo habíamos acordado dejar que los tres alpinistas con los que compartíamos el refugio se preparan para salir, simplemente nos sentamos dentro de nuestros sleeping apoyados en la pared de nuestra litera. La primera buena noticia es que afuera había un magnífico cielo estrellado, aunque un manto de nubes estaba debajo de nosotros. Los tres alpinistas hablaban entre sí de aspectos prácticos: de su material de escalada, del buen tiempo que hacía y de la comida que tendrían más a la mano. Nos saludamos afectuosamente y nos preguntamos cómo habíamos pasado la noche, pero ambos grupos entendíamos que no era momento de una conversación más social. Solamente al despedirse, nos incorporamos para estrecharles la mano y desearles éxito en su escalada. Ellos también nos desearon suerte. Nos habían comentado que su descenso sería por la ruta de Las Rodillas para llegar a La Joya, por lo que ya no los veríamos. Cuando después del último bye cerraron el refugio eran las tres y media de la mañana.

Gregorio encendió nuestra estufilla para preparar té con miel que acompañamos con unas galletas y pasas. Aunque no teníamos mucha hambre, esa frugal comida nos proporcionaba energía para nuestras primeras horas de ascenso. Comenzaba así nuestro ritual de preparativos: enrollar y guardar los sleeping bags, ajustarnos las medias, ponernos las botas y las polainas; prepara la mochila para tener a la mano las cosas conforme las tuviéramos que utilizar: los crampones, los gogles, la cuerda. Después pusimos cerca de la entrada nuestras mochilas, los piolets, los cascos y los guantes. Revisamos el refugio para cerciorarnos que no dejábamos nada. Si bien esa misma tarde regresaríamos al refugio para pasar una segunda noche antes de nuestro ascenso al Teyotl, no queríamos dejar nada ahí, aunque eso supusiera subir y bajar con todas las cosas. Transcurrió casi una hora en todos estos preparativos antes de salir del refugio y comenzar la ascensión.

El cielo estaba despejado y muy estrellado. Esta zona del Iztaccíhuatl, rodeada de paredes y altas pendientes está resguardada de las luces de las grandes ciudades cercanas: México y Puebla, que suelen verse desde otras rutas. El paisaje solamente está abierto hacia el Norte, rumbo a Llano Grande, en esa dirección únicamente se encuentra el poblado de Río Frío, pero sus luces no son observables desde el lugar donde estábamos. Tampoco teníamos la luz de la luna, por lo que el encanto del cielo estrellado tenía más realce, aunque también suponía más oscuridad a nuestros pies. La primera media hora de ascenso fue especialmente fría, acabábamos de dejar el refugio y todavía no habíamos adquirido el calor corporal que da el esfuerzo de subir a esa altura. Todo el recorrido, hasta el inicio de la pendiente nevada que conduce al cuello es por un pequeño sendero entre las rocas de la morrena, rocas de distintos tamaños y formas, algunas sueltas y otras bien fijas al suelo. Con el haz de luz de nuestras lámparas buscábamos afanosamente el sendero entre aquel mundo de rocas, era importante no perderlo, ya que hacer el recorrido entre las rocas tiene el peligro de una torcedura o luxación, pues fuera del camino hay que moverse como equilibrista, nada recomendable con esa obscuridad. No hablábamos entre nosotros, solamente nos acompañaba el ruido de nuestras pisadas y el chasquido de algunas rocas que se movían con nuestros pasos. A las cinco y media, ya con algo de luz, nos detuvimos al inicio de un gran arenal ascendente para tomar agua y hacer un breve descanso. Los dos nos encontrábamos en buena forma y estábamos contentos de poder apagar nuestras linternas. Podíamos observar la majestuosidad de lo que nos rodeaba, el macizo de El Pecho, las grandes paredes de La Cabeza y, detrás nuestro, las laderas rocosas del Teyotl; desde ahí parecía todo tan inaccesible: sin embargo, sabemos por experiencia que, ordinariamente, lo que parece inaccesible desde lejos es transitable cuando ya se está en el lugar.

Durante los minutos que estuvimos descansando comentamos sobre los tres alpinistas que a esa hora ya estarían en la pared de Glaciares Orientales. Gregorio me preguntó si yo conocía aquella zona. -Sí, le contesté. Había estado en la base de la pared, pero la intención que teníamos en aquella ocasión no era escalarla sino encontrar un paso que nos permitiera hacer un recorrido hasta La Joya. Con un grupo de amigos había hecho el recorrido por la ladera Oeste del Iztaccíhuatl: desde La Joya habíamos llegado a Ayoloco, y desde ahí a Chalchoapan; después habíamos descendido al pueblo de San Rafael. Una magnífica excursión. Por eso, la vez que estuvimos en Glaciares Orientales queríamos explorar la posibilidad de hacer un recorrido semejante, pero esa vez desde la ladera oriental, en aquella ocasión nos detuvimos en el borde superior de un gran barranco, un poco más allá de la base de la pared de Glaciares Orientales. Ese proyecto seguía en mi cabeza.

Cerramos nuestras mochilas y continuamos el ascenso. Aunque el recorrido se hacía más pronunciado y se sentía la disminución del oxígeno a causa de la altura, caminar con luz suponía una favorable y gran diferencia para mantener un buen ritmo de ascenso. Subimos un tramo por un arenal empinado y, poco a poco, nos encontramos en una zona de nieve reciente. Con el alba se despejaban también nuestros fantasmas interiores y la preocupación por encontrar el sendero. De forma natural, mi mente se orientó hacia otras inquietudes, estaba trabajando en la publicación de mi tesis doctoral sobre el filósofo danés Søren Kierkegaard. Mi encuentro intelectual con este pensador del siglo XIX había representado para mí un aire fresco en mi experiencia filosófica. No se trataba de teorías y conocimientos eruditos, sino de una forma de vida, en sus palabras: "buscar una verdad que comprometa, una verdad por la cual desear vivir e incluso morir". Este propósito encaja bien con su estilo como escritor: con una buena combinación de formas literarias, casi poéticas, unidas a reflexiones filosóficas muy profundas. En cierta medida, yo encuentro una raíz común entre mi gusto por las montañas y la filosofía existencial de Kierkegaard. Aunque no sabría definirlo bien, se trata de una valoración de la existencia, de reflexionar sobre mi propia vida y el significado que pueda tener, la de una visión más trascendente de las cosas, en contraste con los clichés que la sociedad busca imponernos todos los días de mil modos distintos. La soledad, la magnificencia de la naturaleza, la cercanía con la posibilidad de la muerte, las buenas amistades, el esfuerzo físico y mental, los proyectos y cumbres alcanzadas, el disfrutar una simple comida como si fuera un banquete. Todas estas cosas que encuentro en la montaña están cargadas de ese significado profundo que también he encontrado en la filosofía de mi buen amigo Kierkegaard.

Estaba metido en mis pensamientos filosóficos cuando Gregorio me señaló los restos del refugio Glaciares Orientales. Al estar escribiendo este relato encontré en mi diario alpino el siguiente pasaje de una excursión realizada el 20 y 21 de marzo de 1983: "Dormimos en el refugio del Teyotl (...) Ya de noche llegó mi amigo Eduardo Grisi con otras dos personas. Venían del refugio Glaciares Orientales, no pudieron quedarse ahí pues lo encontraron destruido. En diciembre todavía estaba de pie. Seguramente su destrucción se ha debido a los fuertes vientos que han azotado la zona central de México en estas últimas semanas, y que también han causado distintos destrozos en la ciudad". En parte es comprensible lo sucedido, pues el lugar es un collado alto que divide la zona del macizo de El Pecho, donde están las paredes de Glaciares Orientales, de la zona de La Cabeza y las pendientes que descienden hacia el norte, en dirección a Llano Grande. Es un lugar plano pero expuesto a fuertes vientos. Su destrucción es una penosa pérdida, pues era ideal para pasar la noche antes de ascender El Pecho o La Cabeza.

Iztaccíhuatl Glaciares Orientales

Desde ese collado se tiene una panorámica excelente y sobrecogedora de las paredes de roca y hielo, muy verticales, que componen esta cara de El Pecho. Como es sabido, las grandes paredes del hemisferio norte se encuentran en su vertiente norte; por ejemplo, la pared norte de las Grandes Jorasses o la pared norte del Eiger en los Alpes. Por su parte, en el hemisferio sur las grandes paredes son en el sur; por ejemplo, la pared sur del Aconcagua o la pared sur del Lhotse. Algo distinto sucede en el Iztaccíhuatl que tiene su propia configuración geológica, pues su conformación no fue por choque de placas sino de origen volcánico. El Iztaccíhuatl se alarga en una línea norte-sur, en ambas direcciones se llega a El Pecho a través de dos aristas: la Arista de la Luz en su parte norte y la Arista del Sol en la parte sur; en cambio, la montaña es mucho más abrupta en las laderas oriental y occidental, siendo Glaciares Orientales la pared por excelencia en El Pecho. Desde hace algunos años he tenido un sueño recurrente: me encuentro en la base de la pared, preparándome para subir después de haber visualizado una ruta de ascenso. A pesar de la recurrencia de esos sueños, no hay en ellos un desenlace.

De pronto localizamos a Tom y a los dos polacos que estaban ascendiendo por una pared rocosa, antes del segundo nevero. La perspectiva que teníamos era privilegiada y mostraba en toda su grandeza el tamaño y las dificultades de la pared. Uno de ellos, el que iba en punta, avanza lentamente, a la izquierda de una cascada de hielo, mientras que los otros dos se encontraban en la parte media del farallón rocoso, posiblemente asegurando al que iba en punta. Aunque hubiera sido una experiencia privilegiada seguirlos hasta la cumbre, Gregorio y yo teníamos que seguir adelante.

Antes de llegar a la gran pendiente nevada que conduce al cuello se encuentra una franja rocosa larga y de unos 20 o 30 metros de altura. Debido a la nieve, no había huella de la ruta, por lo que buscamos un buen paso para escalar esa pared. Ya arriba encontramos un buen lugar para desayunar y ponernos los crampones, nos sentamos en las últimas rocas antes del enorme nevero que teníamos que subir. El lugar estaba protegido del viento, por lo que pudimos estar plácidamente en aquel lugar durante casi una hora. Después de ese descanso, ascendimos hasta el cuello, la nieve se encontraba en un estado ideal para que nuestros crampones se sujetaran sin dificultad.

Al llegar al cuello nuestras miradas se iban en todas direcciones. Teníamos ante nosotros el formidable macizo semiesférico de La Cabeza, con su desafiante pared que nos daba la bienvenida. En el fondo teníamos las dos grandes altiplanicies, la de Puebla al oriente y la de Chalco y la Ciudad de México en la parte occidental. En ambas direcciones podían verse los distintos pliegues montañosos del Iztaccíhuatl, sus bosques, sus morrenas y arenales, pero lo que más nos llamaba la atención era la espectacular silueta de la Arista de la Luz. A esa hora de la mañana la arista hacía honor a su nombre, pues dividía sus laderas en dos, la ladera oriental bañada por los rayos del sol, mientras que su ladera occidental se encontraba todavía en las sombras. Su tamaño, su progresiva inclinación ascendente, sus tramos curvados, las paredes de nieve y roca que conforman su caída lateral. Todas estas características hacen, a mi modo de ver, que sea el tramo nevado más bello e impresionante de las montañas mexicanas. Recuerdo la enorme impresión que me causó la primera vez que la recorrí, pues además era mi primera cumbre importante; han pasado ya casi veinte años y todavía están en mi memoria el cúmulo de sensaciones de aquella mañana, desde el miedo que sentía al verla mientras me encordaba para la ascensión, la confianza que fui adquiriendo al recorrerla y la enorme dicha que sentí al bajarla, después de haber estado en la cumbre.

Gregorio y yo subimos un poco en dirección a la Arista de la Luz para poder observar desde un mejor ángulo la ruta que seguiríamos para escalar La Cabeza. No se trata de una escalada de alta dificultad, pero eso no significa que no deban tomarse las precauciones para evitar un accidente. La Cabeza tiene un tramo de roca de unos 60 metros, después le sigue una pequeña arista que conduce a una gran plataforma convexa donde se encuentra la cima. La pared rocosa está muy erosionada y tiene muchos agarres y canaletas, pero también es más fácil que las rocas se muevan o se desprendan al intentar apoyarse en ellas. Además, queríamos buscar una línea de ascenso que tuviera cierto grado de exigencia; finalmente decidimos subir por una ruta con formaciones rocosas sobrepuestas, las más grandes de unos 10 metros de altura. Esa ruta era preferible a la canaleta rocosa más transitada y que ese día estaba cubierta de nieve, lo que aumentaba el peligro de pisar rocas inestables. Subimos a la base de la pared y comenzamos los preparativos: nos quitamos los crampones, ajustamos los arneses con el material de escalada, nos colocamos la cuerda, dejamos en una mochila lo que no era necesario cargar para subir en la otra los crampones, algo de comida y el botiquín. Aunque nuestra ruta tenía la mayoría de las rocas bastante sólidas, éramos conscientes de que cada pisada y cada agarre tenía que hacerse sabiendo que podía haber algo inestable, sé por experiencia que esta consciencia produce un sexto sentido de precaución y equilibrio.

Escalar supone una sensación diferente a otras formas de ascender una montaña, la parte técnica es acompañada por una mayor participación de todo el cuerpo: la visión, las manos, los pies e incluso la espalda, los músculos de todo el cuerpo hacen su trabajo en cada movimiento, en cada momento de tensión. También la adrenalina reconfigura las emociones: la sensación de riesgo al mirar la pared que se alza amenazante o la mirada al abismo creciente a nuestros pies nos hacen enfrentarnos al peligro y al miedo. La relación del escalador con una pared es única, ya que cada una de las rocas es distinta y supone una decisión y un movimiento distinto, una específica forma de colocar el cuerpo y de experimentar la energía para subir o sostenerse. La atención requerida puede cambiar en cada movimiento, ya se trate de la alarma ante una roca que se mueve, o la decisión rápida, casi instintiva, para superar un paso difícil, la caída de piedras desde lo alto, o la especial precaución al asegurar al compañero. Todas estas cosas constituyen, junto a la grandeza del paisaje, una especial satisfacción en la escalada. Gregorio y yo disfrutamos de esa breve, pero muy bella escalada por La Cabeza del Iztaccíhuatl.

Cuando el horizonte se abrió frente a nosotros, después del último tramo de roca, nuestra alegría se hizo mayor al ver el corto desnivel que quedaba hasta la cumbre. Antes de comenzar la tenue arista nevada que conduce a la cima nos colocamos nuevamente los crampones. Un último pequeño esfuerzo y poco después... ¡Llegamos a la cumbre! Toda la ascensión desde el refugio había sido excelente. No cabe duda que cuando el cuerpo responde a la exigencia de una ascensión, el momento de la cumbre se disfruta doblemente. Además de felicitarnos, era el momento de observar el paisaje, de descansar, de comer y beber, queríamos también recorrer las distintas partes de lo que constituye esa redondeada cima.

Con sus 5146 metros sobre el nivel del mar, La Cabeza es como un gran castillo medieval, protegido por enormes contrafuertes naturales en todas direcciones. El principal está formado por una larga y alta pared que franquea todo el lado oriental, bautizada con el sugestivo nombre de Las Inescalables; aunque, contrastando con su nombre, ha habido grandes ascensiones por diversas rutas de esa pared. Una parte de esa pared es conocida como «Las peinetas». Por el lado occidental también existe una gran pared que cubre la mitad del flanco, se trata de una formidable pared llamada el «Filo de las agujas» o simplemente «Las agujas», que se une a un corredor superior conocido como la «Oreja derecha». Desde hace algunos años se dice que el glaciar que cubre la hondonada superior de La Cabeza está por desaparecer debido al cambio climático. Sería un lamentable suceso, pues supondría no solamente un cambio en el paisaje de nuestras montañas, sino una señal del deterioro general de nuestro planeta y de la pérdida de muchos otros entornos naturales.

Desde la cima, bajamos un poco hacia Las Inescalables, nos interesaba ver desde ahí la parte alta del Teyotl y planear nuestra jornada del día siguiente. Nuestra intención era subir por un corredor en la parte central de la pared, desde ahí nuestra ruta se veía bastante vertical. Además de la enorme pared, la cima del Teyotl es una gran meseta que va descendiendo poco a poco en dirección norte, queríamos bajar por esa zona, para llegar desde ahí a Llano Grande. Aunque esa ruta tiene algunos contrafuertes rocosos, observamos los posibles pasos para bajar hacia el valle. Terminada nuestra observación, seguimos caminando en la cima de La Cabeza en dirección norte, para ver desde ese extremo el paisaje. Podía verse muy bien Llano Grande y el gran bosque que une el Iztaccíhuatl con otras dos montañas: el Telapón (4060 msnm) y el Tláloc (4151 msnm). También pudimos observar rumbo al occidente el bosque que sube desde el Pueblo de San Rafael hasta el refugio Láminas. Y más allá del bosque, desdibujado por la bruma del día, se veía el valle de Chalco y el de la Ciudad de México. Después regresamos a la parte alta de la cima para dejar un recuerdo simbólico entre las rocas de la cruz, recogimos nuestras cosas y comenzamos el descenso.

Con mucho cuidado y asegurándonos bajamos la pared. En una de las repisas más amplias nos detuvimos unos minutos para contemplar desde ese lugar privilegiado la Arista de la Luz, que a esa hora ya se encontraba mucho más iluminada. El viento que provenía del sureste estaba trayendo un banco de nubes, aunque todavía no llegaba a la cima del Iztaccíhuatl. Cuando estábamos por llegar a la base de la pared escuchamos un golpe encima de nosotros, era una piedra que pasó volando a un costado de donde se encontraba Gregorio, la roca tenía un tamaño suficiente para habernos lastimado gravemente. Afortunadamente, sólo fue un susto. Ya en la base de la pared reorganizamos nuestras mochilas y continuamos el descenso. Mientras bajábamos desde El Cuello, iniciamos una conversación que duró hasta llegar al refugio. Hablamos de muchas cosas, Gregorio es periodista y trabaja como corresponsal para la agencia de noticias EFE, especialmente cubre noticias culturales y de opinión pública sobre temas sociales. Con ocasión de su trabajo viaja frecuentemente a los países de Centroamérica o a Estados Unidos. Su novia es artista plástica, la conoció en la inauguración de una exposición el año pasado. Él tiene innumerables historias y anécdotas en relación con su profesión. Además del alpinismo, otro importante punto de coincidencia que tenemos es la literatura, por lo que es fácil que nuestras conversaciones incluyan buenas recomendaciones para nuestras próximas lecturas.

Hacia la mitad del descenso, nos detuvimos en un lugar donde se apreciaban muy bien Las Inescalables. Gregorio me preguntó si conocía algo sobre sus rutas o quiénes las habían escalado. Yo había leído el libro de Sainz y Olvera donde hace un recuento de las primeras ascensiones más técnicas en el Iztaccíhuatl, en 1935 se realizó la primera escalada de dificultad por "Las agujas de Chalchoapan"; en 1944 se abrió una ruta muy cercana a Las Inescalables; pero fue hasta 1957 que miembros del club Exploraciones de México lograron un primer ascenso a la cima de La Cabeza por Las Inescalables. Además de estos datos, conocía con un poco más de detalle la escalada en solitario de Carlos Rangel Plasencia, uno de los fundadores del grupo de montañismo de la Universidad Nacional Autónoma de México, a quien conozco por mi amigo Jorge. La escalada la realizó en noviembre de 1975. Como él mismo lo ha contado, el tramo inicial fue por una pared de hielo, después tuvo que escalar dos desplomes con técnica artificial, pasó la noche en una estrecha repisa en el último tercio de la pared. Al día siguiente, el tramo final fue por una chimenea con algunas partes de hielo. Durante todo el recorrido tuvo que hacer complejas maniobras para autoasegurarse y un esfuerzo adicional para izar la mochila después de cada tramo de escalada. Al contemplar de cerca esa pared nuestra admiración crecía por todas aquellas hazañas.

Llegamos a muy buena hora al refugio. Estaba nublado y soplaba más viento que en la cima. Todavía teníamos un par de horas de luz. Antes de preparar nuestra comida-cena. Ordenamos el refugio; había una escoba y barrimos los tablones de madera de las literas y la pequeña estancia de la entrada, metimos en una bolsa la poca basura que había y reacomodamos las cosas que estaban en una de las baldas. Teníamos un ánimo festivo por nuestra reciente ascensión y por nuestra próxima meta al día siguiente; sin embargo, en contraste con la noche anterior, se sentía la soledad en aquel lugar apartado en el que nos encontrábamos. Preparamos sopa de pasta, cortamos el pan, el queso y el salami, calentamos agua para el té, abrimos una pequeña lata de duraznos en almíbar que habíamos comprado en San Rafael para celebrar nuestra cima de La Cabeza. Para nosotros esa comida constituía un manjar y no necesitábamos manteles largos para saborearla.

La charla que iniciamos durante esa comida se prolongó hasta el anochecer. Hablamos de mil cosas, de las Olimpiadas en Barcelona que acababan de pasar, de política y el controvertido tratado de libre comercio con Estados Unidos, de nuestros respectivos trabajos, de los libros de Reinhold Messner sobre sus hazañas alpinas. Por un buen rato estuvimos comentando acerca de la tragedia de los estudiantes de Guadalajara en 1968. Desde mi primera ascensión por la ruta de Las Rodillas quedé conmovido al pasar por la cruz conmemorativa y ver la placa con la lista de los once jóvenes fallecidos. Se produjo en mí un sentimiento de duelo y empatía. Desde entonces me ha interesado conocer más de aquella tragedia. Además de las diversas notas periodísticas que he leído, tengo buena amistad con Guillermo Madrigal, él pertenecía a aquella generación de excursionistas del club de montaña del Instituto de Ciencias de Guadalajara, por eso él conocía de forma directa los relatos de algunos sobrevivientes amigos suyos. También yo había platicado con un sacerdote jesuita que en su juventud sobrevivió a esa terrible noche en el Iztaccíhuatl.

Iztaccíhuatl Cruz de los estudiantes de Guadalajara
La tragedia de los estudiantes de Guadalajara en el Iztaccíhuatl
En la sombra colgante de los templos de roca,
pronto brillará en nosotros un rayo de sol,
Y desde la cumbre podremos tocar las estrellas.
Oración polaca de montaña

La excursión al Iztaccíhuatl en febrero de 1968 fue organizada por el Club Alpino del Instituto de Ciencias (CAIC) fundado en 1956. El Instituto de Ciencias es un colegio jesuita de estudios básicos y medios (primaria, secundaria y preparatoria) ubicado en la Ciudad de Guadalajara, en México. El principal promotor y fundador del CAIC fue el padre Luis Hernández Prieto, SJ. Además de los estudiantes de ese instituto, en las excursiones del club también participaban algunos novicios de la Compañía de Jesús, otros sacerdotes y algunos universitarios que, de una u otra forma, estaban vinculados al grupo. Con doce años de existencia el club estaba bien organizado, en su diario de excursiones la lista era significativa: 221 ascensiones a distintas montañas, de ellas diecisiete habían sido al Iztaccíhuatl, entre sus muchos lugares de destino, iban cada año a regiones montañosas de Estados Unidos y Canadá.

Con ocasión del puente del Día de la Constitución, en febrero de 1968, el CAIC organizó la excursión a la cima del Iztaccíhuatl por la ruta de Los Portillos. La convocatoria tuvo muy buena acogida y, en total, asistieron 68 excursionistas, entre estudiantes, jesuitas y amigos. El rango de edad de los jóvenes comprendía entre 13 a 22 años.

La fuerte e inusual granizada que cayó en Guadalajara el viernes 2 de febrero, día en que salieron de esa ciudad rumbo al Iztaccíhuatl, no tenía por qué ser motivo de especial preocupación, pues entre ambos lugares hay más de 600 kilómetros de distancia por carretera, con una orografía muy distinta. El invierno en la meseta central de México, donde están nuestros volcanes, suele tener muy pocas precipitaciones pluviales y tormentas en los meses que dura esa estación; sin embargo, cada año suele haber uno o dos periodos de muy mal tiempo ocasionados por masas polares que se desplazan hacia el sur y que al chocar con las corrientes más cálidas del Golfo de México o la Corriente en chorro subtropical en el Pacífico pueden provocar fuertes tormentas de nieve, con descensos drásticos de temperatura y vientos intensos.

Los excursionistas salieron de Guadalajara aproximadamente a las 9 de la noche en un autobús y en "La furgo", así le decían afectuosamente a una camioneta con el escudo del club que usaban para sus excursiones. Durante el viaje el autobús tuvo algunos desperfectos, lo que fue retrasando la hora de llegada al Iztaccíhuatl, concretamente, al lugar conocido como Altzomoni, donde se encuentran unas altas antenas repetidoras, a pocos kilómetros del Paso de Cortés. A ese lugar llegaron en la madrugada del domingo 4 de febrero y establecieron ahí su campamento base. A pesar de los problemas con el autobús y más de 24 horas de viaje, había un ambiente muy animado, alegre y con mucha ilusión por subir a la cumbre del Iztaccíhuatl.

Como era habitual en muchas de sus excursiones, el padre Hernández Prieto celebró la misa antes de que comenzara la ascensión. Alrededor de las 7 de la mañana la larga columna de 64 jóvenes emprendió el camino hacia Los Portillos, 4 personas se quedaron en la base. A la cabeza del grupo iba el también sacerdote jesuita Rafael Moreno Villa, de 26 años, con una buena experiencia como guía y con múltiples ascensiones al Iztaccíhuatl, lo apoyaba Óscar Sarabia, universitario de 20 años, también con buena experiencia en la montaña y otros tres jóvenes que se habían destacado en varias excursiones anteriores. Llevaban un aparato de radio-enlace, el acuerdo era que habría comunicación con la base cada hora para conocer los pormenores del avance. A pesar de que no era la hora ideal para iniciar la excursión, el clima era bueno, y en esas condiciones no tenía por qué ser especialmente inconveniente o imprudente esa hora de salida.

Durante el trayecto por Los Portillos hasta llegar a la zona de los refugios Iglú y República de Chile, el grupo se fue dividiendo entre los que tenían mejores condiciones para llegar a la cumbre y los que iban con un ritmo más lento o tenían intenciones de no continuar. Como es común en esa ruta, la primera rodilla es un buen lugar para tomar decisiones sobre las condiciones físicas de los excursionistas y sobre la situación del clima. Situada a 5 mil metros msnm, a la primera rodilla se accede desde el Iglú por un largo y agotador tumbaburros de arena y por una segunda pendiente empinada y rocosa. Habían convenido, antes de iniciar el ascenso, que los que no llegaran a la rodilla antes de las dos de la tarde tendrían que regresar con alguno de los guías. Para muchos, la primera rodilla es un buen punto final de la excursión, ya que es considerada como una cima de alta montaña y con excelentes vistas de la parte superior del Iztaccíhuatl.

En la primera rodilla, el grupo que continuó hacia la cima se colocó los crampones, se comunicaron por radio con los que estaban en el campamento base para avisarles que se encontraban bien y que 30 de ellos seguirían hacia El Pecho. Con los habituales mensajes de precaución y ánimo se despidieron. El tramo final por el glaciar de El Vientre y la Arista del Sol, que conduce a la cima, lo realizaron sin contratiempos y con el buen ánimo de estar muy cerca de conquistar el punto más alto de la montaña. Los 30 alpinistas se abrazaron felices en la cima, tomaron fotografías y comieron algunos de los alimentos que llevaban. Eran las tres y media de la tarde cuando emprendieron el descenso.

La tormenta se aproximó al Iztaccíhuatl desde el norte, por lo que no era tan visible para los que estaban en la base, situada ésta en la ladera suroeste de la montaña. A los que regresaban de la cima la tormenta los alcanzó a las cuatro y cuarto de la tarde, con una furia casi inmediata. Fuertes ráfagas de viento, nieve en abundancia y una densa nubosidad cubrieron de inmediato las huellas y los parámetros visuales para orientarse. El cambio drástico de la temperatura también se hizo presente. El inicio de la tormenta estuvo acompañado de intensidad eléctrica, lo que se notaba con un característico zumbido y con una sensación extraña en la cabeza. Esa situación era muy peligrosa pues podría descargarse un rayo a través de alguno de ellos. Con un paso mucho más lento ocasionado por las difíciles condiciones, iban descendiendo en dirección a la primera rodilla. En algunos tramos dos de los guías se alejaban para buscar el camino y regresaban por los demás. Comenzaba un ambiente de preocupación, pasaron dificultosamente las empinadas laderas de la Segunda Rodilla y, casi a ciegas, llegaron a la parte alta de la Primera Rodilla. Como ese lugar está especialmente expuesto a las malas condiciones climáticas, comenzaron a descender por la ladera rumbo al albergue más cercano. En esas condiciones, ese trayecto está en una zona de mucho mayor riesgo de perderse o sufrir una caída. Encontraron una hondonada no muy amplia, pero sí lo suficiente para que pudieran agruparse. Como la tormenta no cedía, decidieron permanecer en ese lugar hasta que mejoraran las condiciones. Sabían que no muy lejos estaba el albergue Adolfo López Mateos, pero que para llegar a él había que pasar un farallón rocoso (donde ahora está la cruz en su memoria), que es la parte de escalada más expuesta de toda esa ruta del Iztaccíhuatl.

Ya a oscuras y en aquel lugar, como a las 8 de la noche uno de los estudiantes dijo que un compañero se había caído pendiente abajo. Uno de los guías fue a buscarlo, afortunadamente no se había lastimado y pudo regresar a donde estaba el grupo. La nieve seguía cayendo. Por el ruido de la tormenta, por el cansancio, la oscuridad y el número de excursionistas había momentos de caos y confusión y otros de una aparente calma. Unos se sentaban sobre la nieve por el agotamiento y otros daban pequeños pasos en su mismo lugar por el intenso frío; algunos más se acurrucaron juntos en unas rocas cercanas. En la medida de sus posibilidades, en aquella confusión, el padre Moreno insistía en que se mantuvieran despiertos, dándoles ánimos, diciéndoles que en cuanto la tormenta perdiera fuerza podrían descender el tramo que les faltaba hasta el refugio. Lo más preocupante en esos momentos era el fuerte viento que iba cercenando la energía de todos. Muchos del grupo tenían el cabello congelado y se les había formado hielo en las pestañas y su ropa estaba cubierta de escarcha.

En algún momento alguien creyó ver a un miembro del grupo que se había quedado abajo y que se acercaba para rescatarlos. Por unos minutos y en medio de ese alboroto comenzó una psicosis generalizada, pues creyeron escucharlo y ver cómo se movía. Poco a poco ese pasajero entusiasmo se esfumó entre el frío y el miedo. Conforme pasaron las horas muchos de ellos se quedaron dormidos. Como a las 3 de la mañana se alcanzó a escuchar una caída de piedras, no había certeza si alguno del grupo se había caído por el farallón; después de un tiempo, otro de los estudiantes gritó que su compañero había desaparecido. Era difícil, a ciencia cierta, saber que pasaba. La situación se hizo más desesperada, los guías y algunos estudiantes comenzaron a despertar a los que se habían quedado dormidos y a zarandear a los que preferían no moverse. Comenzaron a dar masaje a los que tenían los pies congelados. De pronto comenzó a hacerse patente la realidad de la tragedia, un estudiante no respondió a los llamados, por más que intentaron reanimarlo ya había fallecido de hipotermia. Con horror observaron que había otros fallecidos. La alarma cundió entre los que todavía podían moverse mejor y redoblaron su esfuerzo para ayudar a sus compañeros que estaban graves y en un estado de semi inconsciencia.

Finalmente, la tempestad amainó alrededor de las 4:30. Una parte del grupo seguía con la actividad de dar masaje y mantener despiertos a los otros. Este esfuerzo seguramente salvó varias vidas. En cuanto hubo un poco de luz, como a las 5:30, comenzaron el descenso por la pared. La canaleta rocosa, que es el único paso seguro, estaba completamente llena de nieve. Miguel estaba en ese lugar lastimado y delirando, con cuidado lo ayudaron a descender. Ya habían llegado los primeros al refugio cuando escucharon que Archi, que estaba ayudando a sus compañeros en el tramo de la pared, se había resbalado y caído, pudieron llegar hasta donde estaba, pero había fallecido. Paulatinamente los sobrevivientes llegaron al refugio, algunos con congelaciones o heridas, otros delirando sin saber en dónde estaban. Uno de los que había regresado a ayudar comprobó que varios de sus compañeros habían muerto congelados en el lugar donde habían pasado la noche.

Dieron las 7 de la mañana. La gravedad de la situación se mantenía debido a la hipotermia, debilidad y crisis nerviosa de varios de ellos. Dentro del albergue comenzaron a sacar de las mochilas lo que aún les quedaba de agua y comida. El estado ahí era muy complicado, pues muchos de aquellos jóvenes requerían ayuda. Aunque el refugio era un mucho mejor lugar que la intemperie; la incomodidad y el frío no desaparecían por completo. La comunicación por radio al campamento base pudo restablecerse con buena señal. Una y otra vez se comunicaban con ellos para dar noticia de la situación y del número de fallecidos. Había confusión en la información que daban varios de los excursionistas sobre sus compañeros. Incluso llegaron a contabilizar, por error, a 13 fallecidos.

Mientras tanto, en el campamento base el padre Hernández Prieto ya había logrado avisar de la grave situación a personas de Guadalajara y de la Ciudad de México, por lo que habían comenzado las diversas acciones de salvamento. Como el clima seguía incierto y con posibilidad de una nueva tormenta, la decisión fue que los sobrevivientes permanecieran en el refugio hasta que llegara la ayuda. A primera hora de la tarde llegó a la zona un primer helicóptero de la Fuerza Aérea Mexicana. Como había mucha neblina y el lugar es muy expuesto para un aterrizaje, el helicóptero realizó una acción "libélula", o vuelo estático, a pocos metros de altura, para arrojar un bulto de 50 kilogramos con cobijas, medicinas, bebidas y alimentos. Desafortunadamente, varios de los recipientes con líquidos que venían en el bulto se habían roto al golpear con el suelo, pero quedaron intactas unas botellas de coñac y ron que les ayudaron a entrar en calor. También, en un segundo sobrevuelo, saltó del aparato el médico del Socorro Alpino Luis Gallardo para atender a los que más lo necesitaban. La presencia del médico, los víveres y las noticias de ayuda favorecieron mucho la tranquilidad dentro del refugio. Varios de los que habían trabajado en auxiliar a sus compañeros pudieron por fin descansar y se quedaron dormidos.

La ayuda seguía llegando y organizándose rápidamente en la base de la montaña. Había un gran despliegue de recursos de salvamento: Helicópteros de la Fuerza Área Mexicana, transportes militares con soldados de la Defensa Nacional y del batallón de Fusileros Paracaidistas, muchas ambulancias de la Cruz Roja Mexicana, diversas brigadas de rescate del Socorro Alpino y de otras corporaciones.

Alrededor de las 6 de la tarde comenzaron a llegar al refugio las brigadas de socorristas. Aunque ya empezaba a oscurecer, los sobrevivientes que se encontraban en mejor condición fueron ayudados a descender por su propio pie a La Joya. En el refugio se quedaron otros socorristas para atender a los sobrevivientes que se encontraban en situación más delicada; también se quedaron ahí tres miembros del CAIC con la finalidad de mostrar al día siguiente los lugares en donde estaban los cadáveres.

Desde la madrugada del martes 6 el arribo de rescatistas de distintas corporaciones al albergue era continuo. Comenzó el trabajo de localizar y bajar los cuerpos hasta un lugar donde los helicópteros pudieran recogerlos. El proceso fue lento y complicado. A cada fallecido le quitaron los crampones y lo envolvían en cobijas. Después de bajar los cuerpos de los que estaban arriba de la pared, empezaron con cuerdas a deslizarlos y arrastrarlos por la pendiente nevada que conduce al Iglú, un refugio inferior a menos de una hora de distancia en condiciones normales. Desde ese lugar los helicópteros transportaron los cuerpos hasta La Joya, donde las ambulancias de la Cruz Roja los trasladaron a la Ciudad de México. Esa misma noche, en un avión de Petróleos Mexicanos, llegaron los cuerpos a la ciudad de Guadalajara.

A pesar del enorme dolor por aquella tragedia, los padres de los excursionistas evitaron señalamientos de culpabilidad o las olas de amarillismo que rápidamente se extendieron en Jalisco y en distintos lugares de nuestro país. Tres meses después, en mayo de 1968, un contingente numeroso de familiares y miembros del Club Alpino del Instituto de Ciencias organizó una ceremonia religiosa en el refugio Esperanza López Mateos y colocaron una enorme cruz, "La cruz de los once", en la parte alta de la pared donde sucedieron los trágicos sucesos de aquella noche. Esa cruz ha servido durante años para localizar el único paso seguro por esa peligrosa pared. El CAIC ha seguido organizando ininterrumpidamente excursiones a las principales montañas de México y en otros lugares del mundo. Al año siguiente, en el verano de 1969, organizaron una expedición exitosa a las cumbres del Matterhorn y del Mont Blanc en los Alpes. La placa de "La cruz de los once" dice:

Afrontaron la inmensa incertidumbre y acudieron puntuales al Encuentro.
No murieron, llegaron a la Cumbre
Archibaldo Lancaster Jones Cortina
Francisco Fernández del Valle Bickel
Gabriel de la Torre Rodarte
Guillermo Araiza Aguilar
Guillermo Álvarez Páramo
Jorge Javier Nepote Barba
José de Jesús García Chávez
Juan José Nuño Sánchez
Miguel Pardo Acevez
Pablo Pérez Vargas García Bedoy
Pedro Chávez Martínez
Iztaccíhuatl Teyotl
Una tormenta en el Teyotl
La cumbre no es lo importante,
pero en ella se manifiesta con más claridad nuestro carácter.
A través de ella puede conseguirse un equilibrio espiritual.
Si soy capaz de expresar toda mi energía,
de aplicarla en un solo punto, ésta regresará a mí transformada.
Alessandro Gogna

No sé qué hora sería, pero en una de las veces que había logrado conciliar el sueño me despertó un sonido afuera del refugio. Lo que lograba percibir es que el viento estaba golpeando algo metálico contra una roca de forma insistente, ¿o sería un animal? Pasaba el tiempo y cada vez me molestaba más. Me volteaba para otro lado intentando evadirlo, me vencía el cansancio, pero nuevamente mi atención se abocaba al molesto ruido. Finalmente, un poco desesperado, comencé la faena para salir. Con el mayor silencio posible para no despertar a Gregorio dejé mi sleeping y me puse la chamarra, las botas, los guantes, me acomodé la gorra; tomé la lámpara y abrí el refugio. Al salir me recibió un aire helado y un cielo anubarrado, solamente alcanzaba a verse la silueta de la parte inferior de La Cabeza, también El Pecho estaba cubierto de nubosidad. Sin embargo, hacia el norte podía observarse parte del cielo estrellado. Nuevamente escuché el ruido y me dirigí a la parte trasera del refugio. Encontré una lata vacía de refresco que chocaba, movida por el viento, contra una piedra. ¿Quién había sido tan inconsciente e irresponsable de tirar una lata vacía en un lugar como este? Lamentablemente hay muchas personas así. Metí la lata al refugio y comencé el proceso inverso para volverme a recostar dentro del sleeping.

Gregorio me movió para despertarme.

-Luis, ya son las cuatro y media. Hay que comenzar a arreglarnos.

Después del incidente de la lata me quedé dormido profundamente. Aunque la ascensión a la cima desde el refugio dura solamente unas dos horas, nuestra intención era llegar a la base de la pared al alba, para tener luz durante el primer tramo de escalada, pero también para evitar lo más posible la caída de piedras. La humedad que se acumula y filtra entre las rocas y el suelo, o entre sus fisuras, se congela durante la noche con un efecto adhesivo, aunque también el hielo causa una cierta presión al dilatarse, que va poco a poco erosionando las rocas. Ambas cosas desaparecen con el sol y el aumento de temperatura, lo que provoca que las rocas con menos estabilidad rueden movidas por la gravedad y el viento. Nos íbamos a internar por una ruta sumamente expuesta a la caída de piedras, por eso queríamos reducir las horas de sol en el ascenso.

Como ya no íbamos a regresar al refugio, teníamos que llevarnos todas las cosas, incluyendo la basura. Preparamos té y comimos algo ligero. Aunque había algunos manchones de nieve, no pensamos que fueran necesarios los crampones y los metimos hasta el fondo de las mochilas; en cambio, preferimos salir ya encordados para evitar perder tiempo y enfriarnos al inicio de la pared.

¿Qué ruta seguiríamos en nuestra ascensión?

Desde el refugio pueden observarse las paredes que conforman el macizo principal del Teyotl, a simple vista pueden dividirse en tres grandes secciones. En el extremo noroeste está el farallón más largo con varias y muy bellas paredes en la parte superior y dos contrafuertes inferiores, con amplios corredores entre cada uno. En la parte central del macizo hay otro farallón más alto pero menos ancho, con dos grandes paredes; sus contrafuertes inferiores son de menor magnitud. La tercera sección, más al sur, es un conjunto de paredes que, como torres de una catedral gótica, se alzan escalonadamente desde su base, creando un laberinto de esas paredes y agujas. La ruta más común para subir a la cima del Teyotl se encuentra en el extremo sur, a un costado de ese macizo rocoso, es un empinado corredor de arena y rocas de menor tamaño.

Dentro del macizo, yo había escalado anteriormente por un corredor de pequeñas paredes que hay entre el segmento sur y el central, muy atractivo y con algunos pasos más técnicos. Para esta ocasión, Gregorio y yo decidimos hacer una ruta distinta: la parte inicial es entre el segmento norte y el central, con una escalada en roca para atravesar el primer contrafuerte; después de ese paso se inicia un estrecho corredor diagonal con una inclinación moderada que recorre la base de las grandes paredes de ese segmento. En ese corredor hay dos pequeños escalones rocosos que hay que escalar. Terminado el corredor hay una pendiente mayor y más ancha, ya sin dificultad técnica, que conduce a la cresta superior de la montaña, desde la cual se puede acceder a la cima principal.

En poco tiempo recorrimos la pendiente arenosa y pronunciada hasta la base del primer escalón. El tiempo estaba ventoso y nublado. En la larga muralla que nos cerraba el camino encontramos un buen lugar para escalarla, el inicio fue por una pared resquebrajada y vertical, la cual se conecta ascendentemente con un segmento más liso, aunque con una fisura a la derecha y con los suficientes agarres para subir por ella. Ya arriba de esa pared observamos el panorama que se abría ante nosotros, la línea recta hacia la parte superior de la montaña se veía muy atractiva, era un conjunto de paredes y pasos que, desde ahí, no parecían muy complicados técnicamente; sin embargo, preferimos seguir por nuestra ruta planeada y dirigirnos al corredor que sube diagonalmente. Al inicio el corredor es ancho, pero se va angostando hasta reducirse, en algunas partes, a un filo muy estrecho; dos veces nos aseguramos a las paredes que teníamos cercanas, pues la tierra y las piedras pequeñas que pisábamos estaban muy sueltas. No queríamos terminar debajo del farallón que estaba a nuestros pies. El primer escalón de la rampa no presentó ninguna dificultad, el segundo requirió una breve exposición a la enorme pared que estaba debajo. Nos volvimos a asegurar y lo pasamos sin dificultad. Aunque las nubes envolvían al Iztaccíhuatl y no podíamos ver El Pecho o La Cabeza, el paisaje que teníamos más cercano era extraordinario: enormes paredes que se alzaban sobre nosotros en todas direcciones, el viento hacía que las nubes jugaran con nuestra visión de esas paredes, unas emergían en medio de una nube y otras se ocultaban. Después del corredor había una enorme rampa, más pronunciada y más expuesta al viento. Buscamos una roca donde protegernos del viento para poder tomar un poco de agua y sacar algo extra para cubrirnos del frío intenso que se hacía sentir. Gregorio se puso debajo de su chamarra un chaleco de plumas y yo un suéter que siempre llevaba de repuesto. Hacia el final de la rampa comenzó a nevar. El sol estaba oculto por una densa y negra capa de nubes.

La entrada a la zona de la cumbre estuvo acompañada de más viento aún, aceleramos un poco el paso para llegar a la cima principal. Subimos el montículo rocoso donde está la cruz. -¡Lo logramos! ¡Felicidades! Me dijo Gregorio al abrazarme en la cima. -¡Han sido dos días extraordinarios! Le respondí.

Buscamos un lugar para protegernos del temporal y poder comer algo, aunque -en realidad- no había forma de evitar que el viento y la nieve calara en nosotros. Nos pusimos los gogles pues era difícil tener los ojos abiertos a la intemperie. La nevada se había intensificado. Estábamos en medio de una fuerte ventisca. El ruido del viento nos impedía establecer un diálogo fluido.

-¿Por dónde bajamos? ¿Nos regresamos por la ruta normal? Me preguntó.

-¿Por qué no seguimos con nuestro plan de bajar por la cuenca superior del Teyotl? Según vimos ayer, solamente hay que encontrar un par de pasos rumbo a Llano Grande. Le contesté. Estuvo de acuerdo con mi propuesta, guardamos la cuerda y comenzamos a bajar.

Podía verse a muy corta distancia, pero no se alcanzaba a ver ningún lugar de referencia. Tenía grabada la imagen del recorrido que había observado desde la cima de La Cabeza el día anterior: No muy lejos de donde estábamos tenía que haber una primera caída y hacia la derecha se encontraba un paso amplio entre dos franjas rocosas. Por eso procuraba bajar en esa dirección. La ventisca seguía golpeándonos con fuerza. Nuestras chamarras y mi barba estaban cubiertos de escarcha. Gregorio se me acercó. -¿No estamos yendo en dirección a Puebla? Recuerda que también hacia allá hay paredes. Con nerviosismo insistía: -¿No estamos ya en otra hondonada? Tal vez Gregorio tenía razón; en ese momento ya no sabía exactamente dónde estábamos y me molestaba la idea de que tuviéramos que echar marcha atrás. -Ok, vamos un poco más a la izquierda. ¿Vienes bien? Me respondió con una mueca sonriente mirando hacia el cielo.

¿Ya habíamos pasado la rampa que estábamos buscando? No lo sabía. La única orientación que tenía era que seguíamos bajando por la pendiente, lo que significaba que íbamos en dirección al norte o al noreste. Iniciamos entonces una diagonal descendente hacia el oeste. Ahora la lógica era llegar a las paredes, si aún no las pasábamos, para entonces poder seguir su contorno. La adrenalina y la obsesión por encontrar la ruta hacían que me evadiera de los otros inconvenientes de la tormenta. No me importaba estar mojado ni sentir frío, tampoco sentía necesidad de comer o beber. Teníamos que pisar con cuidado, pues el piso recién nevado se volvía resbaladizo. De pronto llegamos a una zona rocosa, estábamos en la parte alta de una pared. No sabía si era la que buscábamos, en cualquier caso, seguimos su curso hacia la derecha y encontramos una pendiente pronunciada pero que podíamos bajar. Estaba nervioso, no quería meterme en un laberinto de paredes, pero me aferraba a mi fotografía mental de la zona, en la que no había ese tipo de laberintos. El único peligro es que se tratara de las paredes inferiores que miran hacia La Cabeza del Iztaccíhuatl. Para evitar cualquier problema, sacamos la cuerda de la mochila que ya habíamos guardado desde la cima, aseguré a Gregorio para que bajara por esa rampa. Más nos tardamos en el proceso de la cuerda que él en bajar sin dificultad. Ya abajo los dos seguimos descendiendo por un terreno que nos parecía más lógico. Pronto encontramos un ancho pasillo entre dos paredes rocosas. Por fin creía saber dónde estaba. En una cavidad rocosa, protegida del viento, nos detuvimos unos minutos para tomar agua y comernos los dulces que nos había dado el alpinista polaco. No habíamos podido comerlos en la cumbre del Teyotl pero en ese momento nos sabían a gloria. Continuamos el descenso. Seguía nevando y con ráfagas de viento, aunque ya no tenía la fuerza de antes. Después del pasillo seguimos la estrategia de caminar siguiendo una diagonal hacia la izquierda.

Había perdido la noción del tiempo. No me fijé a qué hora habíamos llegado a la cumbre, pero eran las dos de la tarde cuando comenzamos a ver el bosque, que no estaba muy lejos de donde nos encontrábamos. Para nuestra tranquilidad podíamos ver Llano Grande, estábamos muy contentos, como si estuviéramos a punto de alcanzar otra cima. Seguía nevando, pero con menos intensidad. Encima de nosotros había un manto gris de nubes que cubrían el horizonte. Por debajo, el paisaje del bosque recién nevado era espectacular. Ya en el bosque nos encontramos con otra franja rocosa que bordeamos hasta encontrar un lugar seguro para bajar. El bosque nos recibió con un agradable aroma de vegetación húmeda. No muy lejos llegamos a una vereda. Seguimos su serpenteante camino rumbo al valle, que a esa altura ya no se veía. Ahora mi preocupación era el Austin, podría no arrancar el motor o atascarse en la nieve o en algún lodazal. El descenso a pie desde ese lugar hasta San Rafael era muy largo y comenzaba a sentirme cansado y hambriento. Por eso me preocupaba que no pudiéramos bajar en el auto. Por su parte, Gregorio venía muy contento y comenzamos a platicar sobre la tormenta y nuestro difícil descenso.

Como si el cuerpo se resistiera a dar un paso más, llegamos muy cansados al valle y unos minutos después al auto. Seguramente el agotamiento tenía un fuerte componente emocional, pero también era provocado por nuestro estado físico, parte de nuestra ropa estaba empapada y teníamos frío. Sacamos de las mochilas algo para comer y nos metimos al coche. Era la hora de la verdad para el Austin. Con la fortaleza inglesa en sus entrañas mecánicas no nos dio ningún problema. La capa superficial de nieve desaparecía al paso de las llantas. Gregorio y yo estábamos cansados pero muy felices, con esa felicidad especial que se experimenta en la montaña.

Luis Guerrero M.

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