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La Marquesa |
Antes de narrar estos recorridos, haré un poco de historia de cómo conocimos a Julián, quien en cierta medida motivó nuestra excursión a La Marquesa.
Unos meses atrás, varios amigos fuimos de campamento a Malinalco, donde se encuentra una impresionante pirámide monolítica: “La casa del sol”, tallada por los mexicas en lo alto de la montaña conocida como el Cerro de los ídolos, desde ahí puede observarse el valle y las diversas montañas que la circundan. Ese lugar prehispánico produce una peculiar combinación de grandeza y tranquilidad. Dos días después trasladamos nuestro campamento a las inmediaciones del Convento del Santo Desierto, dentro del Parque Nacional Desierto del Carmen. El convento, que sigue en actividad religiosa, es el lugar que eligieron los Carmelitas Descalzos cuando, a finales del siglo XVIII, dejaron su convento ubicado en lo que ahora conocemos como Ex-Convento del Desierto de los Leones. Además de visitar el convento, hicimos varios recorridos entre el bosque de pinos y encinos para conocer varios miradores de montaña que tienen una espléndida vista del valle de Malinalco y, más al noroeste, del valle de Tenancingo. Ubicados en distintas crestas de la zona montañosa, fuimos primero al Balcón de San Miguel, que es el más cercano al convento; de ahí seguimos nuestro recorrido al Balcón de las Águilas y, posteriormente, subimos a la parte alta de la montaña para poder acceder al Balcón de San Elías.
Para regresar a la Ciudad de México tomamos la carretera que llega a la Marquesa desde Xalatlaco, un camino panorámico, el cual atraviesa los bosques y valles de la Sierra de las Cruces. Un poco antes de la Marquesa está el Valle de las Monjas, un paraje lleno de encanto donde, en esa época del año, los pastizales del valle tienen un color verde muy intenso y las puntas de los pinos muestran el tono más claro de sus retoños. Nos detuvimos en el Valle de las Monjas, en una de las cabañas que ofrecen comida. Sentados en la terraza de aquel lugar contemplamos los diversos ángulos de aquel valle. Nuestro mesero, Julián, un muchacho alegre y platicador nos preguntó de dónde veníamos. Cuando se enteró que nos gustaba acampar, comenzó a decirnos que teníamos que acampar en el Valle de las Monjas y que, si queríamos, él podía llevarnos a un valle más pequeño que estaba muy cerca de ahí, en medio del bosque. También nos ofreció cuidarnos las cosas mientras nosotros hacíamos algunos recorridos por las montañas de aquel lugar, incluso se ofreció a prepararnos leña para una fogata. Entre bromas le decíamos que sería nuestro “sherpa de la Marquesa”, aquellos menudos pero fuertes guías de montaña en el Himalaya. Conforme nos llevaba las quesadillas, los tlacoyos, las cervezas, el café y el arroz con leche nos contaba de lugares específicos que eran dignos de visitarse.
Nos despedimos de Julián, diciéndole que el día menos pensado regresaríamos y aceptaríamos su ofrecimiento de ser nuestro sherpa, para que nos llevara al valle escondido del que nos habló tan bien. Es así como, unos meses después, en marzo de 1992, regresamos al Valle de las Monjas e hicimos desde ahí diversos recorridos en aquella zona de la Marquesa.
El sábado muy temprano nos reunimos en la casa de Xavier, pues desde ahí era fácil llegar a la estación de camiones que van a la ciudad de Toluca y pasan por la Marquesa. Íbamos cargados con el material de acampada: tiendas de campaña, sleeping bags, lámparas, ropa para el frío, etcétera. No llevábamos mucha comida. La Marquesa es un lugar muy conocido por la nutrida oferta de platillos y lugares para comer: un conejo o una trucha a las brasas, el tradicional pollo con arroz y mole, la cecina acompañada de nopales, los huaraches, tacos, tlacoyos y quesadillas, el chicharrón en salsa verde, además de una gran variedad de sopas. Si alguien quiere tener una experiencia de la comida mexicana del centro del país, La Marquesa es un buen lugar para hacerlo.
Nos bajamos del autobús en la entrada de La Marquesa, desde ahí teníamos que caminar hacia el sur, unos tres kilómetros, hasta la cabaña de los familiares de Julián, en las inmediaciones del Valle de las Monjas. Aunque Julián no estaba en ese momento su papá nos atendió muy bien. Solamente nos tomamos una taza de café con pan dulce, pues queríamos hacer un recorrido esa misma mañana. Nuestros objetivos para ese día eran la Peña el Calvario, el Cerro Tepalcates y la Peña de la Cruz.
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Dejamos la parte pesada de nuestras mochilas en la cabaña y emprendimos el camino de regreso a La Marquesa para comenzar desde ahí nuestro recorrido. Primero subimos la Peña de la cruz de la Marquesa, situada a una altura de 3260 msnm. Es un excelente mirador rocoso desde el que se puede observar la amplitud del valle y los bosques que lo rodean, el cielo estaba despejado y transparente, gracias a lo cual pudimos ver con más detalle aquella zona. Recuerdo que esta peña fue uno de los primeros lugares en donde practiqué el rapel, lo que me traía muy buenos recuerdos.
Después de estar un rato en aquellas peñas, tomamos una pequeña vereda en dirección noreste para dirigirnos al Cerro Tepalcates. Un corto recorrido por el bosque alto hasta llegar a la cresta que divide las dos vertientes de esa montaña, el sendero cambia de dirección hacia el norte y muy poco después se encuentra su cima, a una altura de 3420 msnm. Toda esa zona de la Marquesa está formada por una única pero extensa elevación montañosa en forma de herradura. La cima sirve como punto divisorio entre los dos brazos. Toda la parte central está formada por dos laderas poco boscosas, en la que pueden observarse varios caminos rurales.
Siguiendo esa agradable cresta en dirección noroeste, se encuentra otra zona rocosa conocida como Peña el Calvario, a una altura un poco más baja, 3360 msnm. Desde ese lugar también se tienen excelentes vistas de los Llanos de Salazar y de la zona montañosa. Estábamos llegando a las peñas cuando nos encontramos a Julián, que había ido a buscarnos. Igual que unos meses atrás, la alegría en su rostro mostraba su amabilidad y sencillez. Su papá le había sugerido que nos llevara a comer a la cabaña de su abuelita que está en las inmediaciones de la Laguna de Salazar, ya no muy lejos de donde nos encontrábamos. Con gusto accedimos, pues eran las dos y media de la tarde y ya teníamos hambre.
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Bajamos por una vereda muy arbolada en dirección este, y al llegar al valle nos encaminamos hacia la Laguna Salazar. Esa gran planicie agrupa varios valles. Para los que preferimos los senderos solitarios en medio del bosque, ese lugar resulta un tanto extraño, pues combina su belleza natural con un nutrido conjunto de paseantes, comerciantes y actividades recreativas: Se alquilan caballos, hay campos de fútbol, unas pistas de Go Karts, muchos lugares para comer, también se alquilan cuatrimotos; pude observar un grupo de boy scouts haciendo sus actividades y una gran cantidad de familias paseando en aquellos parajes. A cada paso se escuchan las voces de entusiasmo de los niños. Muchas personas de las comunidades cercanas tienen ingresos del atractivo ecoturístico de ese lugar y, al mismo tiempo, miles de personas de las grandes ciudades cercanas: México y Toluca pueden tener un día de esparcimiento en medio de la naturaleza. Por su importancia ecológica, social e histórica, en 1936 el presidente de México Lázaro Cárdenas emitió un decreto que protegía aquella zona como Parque Nacional. Ya en la época de la conquista, la esposa de Hernán Cortés, la Marquesa Juana de Zúñiga, quedó enamorada de ese lugar y consiguió que le construyeran ahí lo que con el tiempo se llamó “La hacienda de la Marquesa”, lugar que visitó en muchas ocasiones.
Rodeamos la laguna hasta una zona arbolada con cabañas que sirven como merenderos. Una de ellas es la de la abuelita de Julián. Es gente muy amable, pues nos recibieron y nos atendieron como si fuéramos conocidos de toda la vida. Nos sentamos en una de las mesas exteriores y comenzamos a disfrutar los platillos que cada uno pidió. Yo tenía antojo de una «trucha empapelada a las brasas», acompañada de arroz, papas y una cerveza bien fría. Pasamos un par de horas muy animados, platicando de diversos temas, sin prisas y disfrutando de la comida y del panorama que teníamos del valle, de la laguna y de las montañas. Un poco antes de las 5 de la tarde recorrimos el Valle de la Marquesa, que ya era familiar para nosotros, atravesamos la carretera y llegamos a la cabaña de Julián para recoger nuestras cosas. Comenzaba a hacer un poco de fresco y a caer la tarde. No muy lejos de ahí, llegamos a un claro del bosque donde podíamos armar nuestras dos tiendas de campaña. Julián no se había equivocado, el lugar realmente era muy bello y solitario. Mientras poníamos nuestro campamento, él nos encendió una pequeña fogata en un lugar seguro contra los incendios. Pasamos un rato muy agradable sentados alrededor de la fogata, hablando de música, películas, anécdotas escolares y, desde luego, de excursiones.
Esa noche dormí profundamente. A la mañana siguiente, ya habían llegado al bosque los primeros rayos del sol cuando salí de la tienda de campaña. Como todavía no había mucho movimiento de los demás, aproveché para leer una carta que me había llegado recientemente de mi hermana que estaba pasando una temporada en Chile. El cartero la llevó a la casa cuando estaba haciendo mi mochila para la excursión y la incluí entre mis cosas, pensando que a mi hermana le daría gusto saber que la había leído en medio del bosque.
Eran cerca de las 8 de la mañana cuando llegó Julián para que fuéramos a desayunar a la cabaña. Éramos los únicos comensales, pues a esa hora no estaba abierta al público, la señora nos preparó unos huevos con chilaquiles acompañados de un delicioso café. Aunque ese día haríamos un recorrido de varias horas por las montañas y bosques de esa zona, alargamos el desayuno platicando con los papás de Julián. De ascendencia y costumbres otomíes, desde varias generaciones atrás una parte de su familia se ha dedicado a la medicina natural y la herbolaria en San Pedro Atlapulco; ahí tienen un local donde dan consulta y venden las plantas medicinales. Aunque algunos productos los traen de la Ciudad de México o de Toluca, muchas plantas, hongos y hierbas medicinales los recolectan en distintas partes de aquella zona. Con orgullo nos contaron que todos los días reciben personas provenientes de lugares lejanos, incluso de otros estados, para ser tratados con sus remedios.
Para ese día teníamos un recorrido largo y novedoso para todos nosotros. Nuestro objetivo era el volcán Cajete. Para llegar a él recorreríamos la cadena de cerros que van desde La Marquesa hasta ese volcán; es la cadena más cercana y en paralelo a los valles que conectan La Marquesa con la población San Pedro Atlapulco. Unas horas después comprobamos que esa parte del bosque es la parte más arbolada y con más vegetación de los distintos parques naturales que se continúan hasta el Ajusco. La causa de esto es que se trata de una cadena menos elevada que las demás; su altura varía entre los 3200 y 3500 msnm. En esta latitud, el cambio entre los bosques de montaña media respecto a los menos frondosos se da en los 3600 msnm.
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Aunque son unos cerros próximos a los valles, los estrechos senderos son más para subir y bajar, y no tanto para recorrerlos uno después de otro. Por esta característica y lo frondoso del bosque, en muchos puntos nuestro recorrido consistió en abrirse paso entre la vegetación, varias veces perdimos el sendero o se desfiguraba entre los matorrales que crecían junto a él. Debíamos tener especial precaución para evitar las ortigas, aunque era imposible hacerlo con los cardos de montaña. En una de las colinas intermedias, que tenía un buen claro, nos detuvimos para beber y para que Efraín se quitara unos cardos de los calcetines, esas pequeñas bolitas que se pegan a la ropa. Mientras se las quitaba, nos dijo con buen humor que el invento del velcro adhesivo lo había realizado un suizo al estudiar a esos pequeños cardos que abundan en muchas regiones de nuestras montañas mexicanas. También podíamos observar con agrado una gran cantidad de oyameles y ocotes aún muy pequeños, que germinaban de forma natural en toda esa zona.
El recorrido fue largo, aproximadamente 7 kilómetros durante casi 3 horas. Finalmente, llegamos a una colina desde donde se veía muy cerca de nosotros el volcán Cajete. Para llegar a él teníamos que hacer un último descenso hasta un pequeño y muy bonito valle, y después subir por una de sus laderas. Con aire triunfal hicimos ese último recorrido hasta la parte más alta del Cajete, a 3653 msnm. La cuenca interior del volcán es muy amplia y con mucho pastizal. Hicimos la circunvalación por la orilla del cráter y después descendimos a su interior. Escogimos unos troncos para sentarnos a descansar y comer. Ese lugar era muy apacible, pues no estaba expuesto al viento y había una temperatura muy agradable y, sobre todo, por la vista que ofrecía. Ver el conjunto de laderas en 360 grados que componen aquel recinto de montaña era único y sólo en el interior de los volcanes como ese podía tenerse.
Ya solamente nos faltaba llegar a nuestro destino final, las cercanías del poblado de San Pedro Atlapulco. Teníamos dos opciones, rodear en dirección suroeste la montaña que nos separaba de aquel poblado o internarnos en una cañada en dirección noroeste que evitaba ese rodeo. Decidimos seguir esta segunda opción e internarnos de nuevo en el bosque. Encontramos un sendero al interior de la cañada que nos condujo, después de una hora y media, al gran valle en donde se asienta San Pedro Atlapulco. No fue necesario llegar hasta aquel poblado, pues cuando llegamos al valle, concretamente al Valle del Potrero, una camioneta pick up que iba hacia La Marquesa nos llevó de regreso al Valle de las Monjas, ahí recogimos las tiendas de campaña y los sleeping. Nos despedimos y arreglamos cuentas con los papás de Julián y, finalmente, tomamos el autobús de regreso a México. Habían sido dos días extraordinarios por esa bella región de las montañas y bosques que circundan el Valle de México.
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